“Paralizando la tierra, el día que apagaron luz” sentenciaba casi proféticamente Charly García en el disco Sinfonía para adolescentes en uno de los tantos reencuentros de Sui Generis allá por el 2000. Confirmaba así, una vez más, su inalterable condición de cronista urbano a lo largo de varias generaciones.
Cuando en marzo de 2020 se declaró la pandemia del COVID 19, nadie advertía la real dimensión y celeridad que tomarían los acontecimientos en nuestras vidas. Así, términos como aislamiento, distancia social, hisopado, sanitización y cuarentena pasaban a engrosar nuestro confortable y habitual vocabulario cotidiano.
De repente fue como si el mundo se detuviera literalmente, nuestras casas se transformaron en nuestro único mundo, y allí vivimos, trabajamos, nos comunicamos por nuevos medios virtuales y redescubrimos la importancia de nuestro hábitat y también de sus limitaciones.
Como en una película de ciencia ficción, la escenografía urbana se plagó se gente con tapabocas, barbijos y máscaras para salir a la calle, y protagonizar interminables filas o colas para hacer las compras y volver raudamente a su casa para lavarse concienzudamente las manos antes de tocar nada en su interior.
Empezamos a saludarnos desde lejos o golpeando codos o puños como si lo hubiéramos hecho toda la vida, añorando progresivamente besos y abrazos. Habíamos perdido también costumbres casi intrascendentes en tiempos normales, como tomar un café en un bar o subir a un colectivo para dirigirnos a algún puntual destino.
Comenzaron también lo sucesos complementarios de la nueva realidad: menos contaminación sonora, atmosférica, reaparición de especies animales a las que expulsamos de su hábitat natural, disminución de otras enfermedades estacionales y una profunda crisis para comerciantes que tenían que optar por sostener estructuras de personal, alquiler y bienes perecederos sin ingresos o bajar definitivamente sus persianas.
El enemigo invisible había llegado para quedarse por largo tiempo y atravesamos el año más largo y más corto al mismo tiempo. Largo por el encierro, deconcierto y hastío; y corto porque encontramos diciembre a la vuelta de la esquina sin poder hacer gran cosa en todo ese tiempo.
Del mismo modo también empezamos a hablar de ciudades resilientes, para entender cómo enfrentar situaciones límites o críticas tanto desde el estado como desde la sociedad civil. Todo comenzó a replantearse y a debatirse: las características del transporte urbano, el uso del espacio público, la construcción sustentable, la infraestructura sanitaria y la reconversión de la metodología laboral.
Como en toda situación críticas coexistió el altruismo de quienes se expusieron para salvar o preservar al prójimo y la miserabilidad de quienes exaltando la libertad individual, se convertían insolidariamente en transmisores de un virus muchas veces letal para personas con enfermedades preexistentes o adultos mayores.
Y nos tocó ver el dolor primero lejano, y luego en carne propia de seres queridos o conocidos que fueron atrapados por ese enemigo invisible, sin poder en muchos casos ni siquiera despedirlos, y recién ahí darse cuenta que las estadísticas no eran solo números, sino también cicatrices.
Aprendizajes hubo muchos, la duda que persiste sin embargo es, si servirá para evitar tropezar con la misma piedra más de una vez. Ah, y pequeño detalle, aún no subimos la llave para encender la luz.
FUENTE: Gustavo Schweitzer – wwwurbanosenlared.com.ar