Están las ciudades, y está la ciudad moderna. Está la ciudad donde uno vive y la que a cada uno de nosotros, en alguna específica etapa de la vida, nos hizo ser quienes somos. La ciudad que late en nuestra historia y la que asoma ahora, transformada por la pandemia, probablemente cambiada desde hace mucho antes.
Pienso en esto mientras recorro las páginas de Un horizonte vertical, libro de Catalina Fara editado por Ampersand. El libro trata sobre una ciudad, Buenos Aires, observada en un período específico, el que va de 1910 a 1936, a partir de un diálogo particular: el que entablan la cultura y la trama urbana.
“Las ciudades no son solo un espacio físico, también están hechas de imágenes provenientes de la pintura, la literatura y la música”, escribe la autora mientras nos sumerge en la ciudad vista por Benito Quinquela Martín, o Pío Collivadino, pero también por la prensa gráfica, la publicidad, las carteleras del cine. Doctora en Historia y Teoría de las Artes por la UBA, Catalina Fara explica que su libro es “una historia del paisaje de Buenos Aires y la conformación de un ideario del progreso”.
Precisamente, el universo urbano en el que indaga Un horizonte vertical es el mismo por el que Beatriz Sarlo transitara en Buenos Aires, una modernidad periférica: el horizonte porteño atravesado por la irrupción de nuevos modos de vida, de otros términos para nombrarla, y el vértigo, los sonidos y las prácticas que traían telégrafos, automóviles, máquinas de escribir, prensa ilustrada, publicidades.
Del centenario de la Revolución de Mayo en 1910 al cuarto centenario de la fundación en 1936: la ciudad que se miraba en un espejo europeo devenida en metrópolis cosmopolita. Quienes vivieron en esos años fueron habitantes de una urbe en mutación; ellos, las imágenes que producían y la ciudad misma se miraban entre sí, se modificaban, constituían los unos a los otros.
Fara recuerda al Ítalo Calvino de Las ciudades invisibles, y apunta eso que el turismo olvida y la vida cotidiana nos hace saber: es imposible captar una ciudad, y los múltiples discursos y modos de habitarla, de una sola mirada. “La ciudad es una especie de telar donde se tejen esas significaciones -escribe-; su existencia depende de las representaciones que sus habitantes se hacen de ella”.
De este modo, Un horizonte vertical va recorriendo el hilado de lo un siglo atrás hacía que Buenos Aires fuera lo que era. Del Centenario y las disputas entre nacionalistas y modernizadores que se traducían en obra pictórica y literaria (Fernando Fader, Cesáreo B. de Quirós y Leopoldo Lugones de un lado, Emilio Pettoruti, Horacio Butler y Jorge Luis Borges del otro), al papel de la prensa periódica en la construcción de una cultura visual (con las innovaciones de Caras y caretas, La Prensa, La Nación), o las huellas del viejo paisajismo transformado en fervoroso retrato del paisaje urbano en pinturas de nuevo tipo, pero también en fotografías, textos, publicaciones, gráficos de proyectos urbanísticos.
Buenos Aires alguna vez fue algo que se vio desde el río, cuenta Fara, y describe las impresiones de Le Corbusier cuando la visitó en 1929 y trazó un proyecto urbano que nunca se realizaría, con el cual esperaba recuperar para los porteños “el derecho de ver el cielo y de ver el mar”.
Demoliciones, crujidos de la ciudad que cae y la ciudad que se eleva en los rascacielos; el surgimiento de una avenida Corrientes que un poco siempre será aquella modeada en los años 30, las delicias del flâneur, el movimiento de una modernidad empeñada en aquello de disolver lo sólido en el aire.
Algún que otro indicio indica que quizás el tiempo de las grandes ciudades esté terminando. Será por eso que el libro de Catalina Fara se lee con placer, pero también con inevitable nostalgia.
FUENTE: Diana Fernández Irusta – www.lanacion.com.ar