Demolición y soledad era el pronóstico de vida de un hotel boutique en el corazón de Palermo Soho después de que una constructora lo comprara. Sin embargo, tres amigos se unieron para darle vida en la espera de la sentencia final. Desde agosto de 2019 y hasta hace unos dias, once artistas conviven en Malabia Town, un “espacio que nació como un experimento de comunidad temporal” y donde hoy “desborda arte por todos lados”, según lo define María Fernanda Neder, una de sus fundadoras.
Para muchos, es insólito imaginar vivir todos los días en un hotel. Pero para sus residentes, es normal transitar el pasillo de entrada con la inscripción “Malabia House” que conduce a un típico mostrador de recepción. En este proyecto de co-living “cada puerta es un mundo”, contó Rodrigo, abogado de 34 años que se instaló allí en diciembre del 2019, y describió la amalgama de actividades y artesanías con las que te podés encontrar en sus 20 habitaciones.
Fieles a la definición de residencia artística, “todos los lugares son multipropósito. Al mes siguiente lo que era un co-working es un cuarto y al siguiente una instalación. A nivel general, tenemos como espacios compartidos la cocina, el comedor, un living -donde está instalado el headset de realidad virtual-, una sala de música, un atelier de arte, supimos tener un taller de cerámica, y el aula magna”, enlistó la cordobesa de 34 años.
Pero la magia de este proyecto trasciende las actividades y se plasma en cada pared, pasillo y rincón. Luces de colores, ventanas con dibujos florales y murales temáticos hechos a mano decoran las salas y los patios internos que tiene el edificio de dos pisos.
Un pacto de palabra y un proceso de adopción
Buscando vivir en comunidad, a Jimmy se le presentó una oportunidad imperdible. Un conocido suyo formaba parte de un proyecto inmobiliario que había comprado un hotel en Caba para luego construir en su lugar un edificio de seis pisos. Le había comentado que los trámites para demolerlo tardarían aproximadamente un año y eso le prendió la lamparita. Bajo un contrato de palabra, el joven ingeniero negoció vivir allí si a cambio pagaban un alquiler del 1 al 10 de cada mes y los consumos de servicios.
Fue así cómo Jimmy se mudó a Malabia 1555 junto a Francisco, psicólogo de profesión, y Fernanda, licenciada en turismo y hotelería y profesora de danza. Pero no lo hicieron solos. Un exhaustivo proceso de selección los ayudó a elegir a otros ocho interesados restantes.
Tener ojo y alma artística que busque un lugar donde hacer proliferar sus obras fue uno de los requisitos que pidieron para ser un maliver. Los “socios fundadores” tenían muy en claro que no querían inquilinos que buscaran un lugar barato para vivir, sino que estuvieran dispuestos a sumergirse en el experimento de vivir en una comunidad de artistas. “Necesitábamos que las personas empatizaran con el proyecto y con las ganas de experimentar y crear acá adentro”, comentó Fernanda.
Para ayudar a filtrar el centenar de solicitudes que recibieron, el primer paso que los aplicantes debían superar era un formulario con preguntas sobre el momento transitado de la vida de los entrevistados, qué aporte le realizarían al proyecto o cosas más aleatorias como qué es sagrado para ellos, cuál es su animal mágico preferido y el objeto más raro que tengan en su casa. Como si de un trámite de adopción se tratase, una reunión cara a cara constituía la segunda fase de la admisión, a partir de la cual deliberaban si esa persona formaría parte o no de la “nueva temporada” de convivientes en Malabia Town.
De esta forma, vivieron allí en estos últimos dos años más de 30 bailarines, programadores, fotógrafos, ingenieros, diseñadores, músicos y artistas de todo tipo. La esencia de esta comunidad convoca a todos estos talentos a fusionarse en espacios comunes, donde cada día hay una actividad distinta.
Con el tiempo, cada uno personalizó con mucha dedicación cada espacio y lo resignificaron cuantas veces pudieron. Lo que antes era un baño decorado en tonalidades neutras, pasó a tener un pulpo azul recorriendo sus paredes y titulándose como si fuera una peluquería con la inscripción “La pelu de Pau”.
Un mural de hongos decora la sala multiusos con balcones que dan a la calle, donde suelen hacerse las creaciones en realidad virtual, y otras pinturas como flores o caricaturas decoran más paredes alrededor de la casa.
Arte, educación y comunidad en convivencia
Los tres ejes sobre los que gira la casa son la comunidad, a través del co-living y el co-working, el arte que se plasma en sus producciones continuas y la educación a partir del dictado de cursos y talleres. Entre los convivientes, se apoyan y se enseñan entre ellos para incentivar el ejercicio y hacer nuevas creaciones juntos.
Los talleres recorrían desde cerámica y pintura hasta las criptomonedas, fotografía y masajes. En términos de clases, el baile, la música, la programación, el yoga y el mundo de las finanzas digitales también tuvieron su propio espacio educativo.
En la casa de las mil caras, no todo es educación. La producción fue otra fuente de actividades que llenó el cronograma de la casa en estos dos años. Allí se filmaron cortos y películas, se realizaron sesiones de fotos para artistas y marcas, ciclos de poesía y hasta lanzamientos de revistas.
En una cultura sin “peros” y llenas de “sí, además”, en Malabia le subieron el nivel a la creatividad todos los días. “Juli creaba cosas en realidad virtual, los pibes que son músicos armaron una instalación con lásers que metés la mano a los sensores y eso genera música”, ejemplificó Fernanda.
Reglas de convivencia y la pandemia
En gran parte, “Malabia Town tuvo una gran influencia de Fuego Austral que a su vez tiene la influencia de Burning Man, experiencias de vida en comunidad que se hacen en el desierto bajo 10 principios radicales”, analizó Rodrigo. Estos son no dejar rastro, inclusión radical, el acto de regalar, la ausencia de patrocinio, la autosuficiencia, el esfuerzo comunal, la autoexpresión, la responsabilidad cívica, ser a través del hacer y la inmediatez.
Para mantener la paz, cada dos semanas se reunían como comunidad para entender si hubo alguna rispidez y buscar soluciones en el marco de un desafío comunicacional.
Lo que para todo el mundo fue angustiante y solitario, para quienes vivieron en Malabia la pandemia fue una faceta más que experimentó la casa. “Estar encerrados acá adentro no fue solamente disfrutar desde lo artístico sino también reflexionar y pensar mucho qué sistema queríamos para este experimento de comunidad”, señaló Fernanda. Contó que se separaron en equipos de compras y responsabilidades, como un grupo de dietética, verdulería, limpieza o de encargados de las mascotas. Además, encontraron contención y un espacio de expresión y goce cuando mucha gente estaba lejos de eso.
Sin embargo, vivir en grupo no significa resignar la intimidad. “Cada uno tiene su cuarto y su baño. Hay un espacio privado y a su vez un espacio para compartir”, describió Fernanda.
El semillero del co-living artístico
Además de haber sido el hogar de muchos durante dos años, Malabia fue también un semillero de la cultura comunitaria. Uno de los malivers se fue a Bariloche donde creó su propia versión en el interior, aunque con menos impronta artística. Rodrigo, por otro lado, se fue a Portugal y se encuentra evangelizando a los europeos sobre esta manera de vivir. Además, espera que “se instale más en todas partes, hasta en los edificios donde no sabés quién es la persona que está al lado y lo único que te separa es un ladrillo”.
“¿Cómo pensar Malabia fuera de este espacio? Es difícil”, concluyó Fernanda. Sin embargo, adelantó que ya está en proceso de conseguir un nuevo lugar para dejar fluir el arte en otro barrio. Por lo pronto, el 15 de agosto se despidieron de Malabia Town con un festejo íntimo lleno de música, reflexiones, recuerdos y las infaltables intervenciones artísticas de final de fiesta.
FUENTE: Mercedes Soriano – www.lanacion.com.ar