El tiempo, como el río, es imposible de frenar. Sí se puede, por el contrario, remontarse en el tiempo a través de la historia del agua. En la actualidad, Buenos Aires tiene distintas construcciones tan antiguas como enigmáticas que dan testimonio de cómo evolucionó el elemento líquido de acuerdo a las necesidades urbanísticas y demográficas.
LA NACION accedió a través de Jorge Tartarini, director del Museo del Agua y de la Historia Sanitaria de Aysa que se encuentra en el mítico Palacio de las Aguas Corrientes, y que hasta 1978 funcionó como el gran depósito distribuidor de la ciudad, a una serie de fotos y material de archivo que dan fe de un sistema y un conjunto edilicio que alguna vez fue envidia en todo el continente.
Antes de que existieran las aguas corrientes, es decir, las redes subterráneas y las plantas de tratamiento de agua, en la ciudad eran los aljibes los principales proveedores de los vecinos.
Tartarini corrige una falsa creencia sobre aquel sistemas que no era únicamente pintoresco y decorativo. “Los aljibes no buscaban agua de las napas. Eran pozos con cisternas que recogían el agua de lluvia desde las terrazas o patios, mediante cañerías de cerámica o bien de hojalata”, explica. Según dicen los documentos, los aljibes ofrecían agua de mejor calidad que la que se obtenía de pozos de perforación o la que distribuían los aguateros.
Entre 1800 y 1850 la población se duplicó y llegó a 90.000 habitantes. Juan Bleunstein y Augusto La Roche notaron este fenómeno urbano y presentaron en la Legislatura porteña el Molino San Franciso. Tras décadas de insistencia, en 1849, bajo la presidencia de Juan Manuel de Rosas, el molino se levantaría para clarificar el agua bombeada por conductos instalados a una cuadra del río, para que finalmente los aguateros la retiraran y la vendieran por las calles de la ciudad.
El segundo intento llegó de la mano del ferrocarril, a mediados de 1857. Las locomotoras demandaban “agua dulce” para sus calderas a vapor. Para obtenerla, fue necesario internar una cañería en el Río de La Plata que absorbiera agua y la llevara hasta la Estación del Parque [en el actual Teatro Colón]. El uso de esta pequeña red de agua clarificada se hizo extensiva en 1968 a un grupo de casas de barrio.
Hacia fines de 1860, el perímetro de la ciudad se había extendido desde el arroyo Maldonado hasta el Riachuelo y desde el Río de la Plata hasta la Av. Pueyrredón, y su población había superado los 170.000 habitantes. Era hora de una solución definitiva.
“Si hace estragos culpémonos a nosotros, por nuestra imprevisión e indolencia”, dijo en 1868 Domingo Faustino Sarmiento en el discurso con el cual colocó la primera piedra para la construcción de La Casa de Bombas en el bajo de la Recoleta, el primer sistema de agua corriente de la ciudad y de América.
Sarmiento hacía referencia a las epidemias que avanzaban a pasos largos y sin detenerse y obligaban a buscar una alternativa a la provisión del agua, fundamental para elevar los niveles de higiene urbanos y evitar más víctimas fatales, que en 1871 habían llegado a 14.000.
La obra fue diseñada y dirigida por el ingeniero John Coghlan, quien proyectó un servicio con 20.000 metros de cañerías conductoras de agua filtrada que apenas alcanzaba para servir al 8{85a194220a6f266c1dcbe2543ff9c92416dafb994710ce8988807bdc6e23f4c8} de la población de Buenos Aires.
Una de ellas llevaba el agua del río hasta los depósitos de asiento y otra desde el pozo de agua filtrada hasta la red de distribución.
La Casa de Bombas, además de empujar el agua purificada a la red que abarcaba apenas 177 cuadras, impulsaba el agua al tanque de Plaza Lorea, ubicado en lo que hoy en día es la Plaza de los Congresos.
Pero este sistema fundacional de las aguas corrientes quedó chico apenas dos años después de su inauguración. Por esta razón, en 1872 el ingeniero John Bateman trazó un proyecto de mayor alcance que ampliaba la estación de filtrado existente en Recoleta.
Con fuertes inversiones en nuevas maquinarias, materiales y equipos, el sistema también incorporaba una de las torres de toma del Río de La Plata, esas casitas que cortan con la monotonía del marrón pálido del río y que pueden apreciar los pescadores de Costanera a la altura de Aeroparque. La primera torre estaba a unos 800 metros de la costa. En 1913 y 1973 se construirían dos más, a 1.200 y 1.500 metros de la ribera. La última se encuentra en uso y tiene tiene una capacidad de absorción de 1.600.000 m3 diarios.
A pesar del crecimiento sostenido de la infraestructura hidráulica desde que Bateman fue designado a la cabeza del servicio, el ritmo de crecimiento demográfico hacía que toda ampliación resultara insuficiente. En 1887 habitaban la ciudad 440.000 personas y el servicio abastecía solo al 10{85a194220a6f266c1dcbe2543ff9c92416dafb994710ce8988807bdc6e23f4c8} de la población.
El Palacio de Aguas
El mítico Palacio de Aguas Corrientes, intacto en la Avenida Córdoba, es otra pieza de este sistema que corría de atrás al crecimiento de la población. Ubicado en una parte alta de la ciudad, desde la planta proyectada por Bateman en Recoleta, poderosas máquinas de vapor le enviaban agua pura a sus grandes tanques internos de hierro, que podían almacenar más de 72 millones de litros.
En 1905, la población había alcanzado el millón de habitantes, pero solo 700.000 personas eran alcanzadas por el servicio de aguas sanitarias.
En 1908 se proyectó un sistema acorde al tamaño de la metrópoli. Con una de las nuevas torres de toma, dos grandes depósitos en los barrios de Caballito y Devoto, y la actual planta de Palermo, una de las potabilizadoras más grandes de Latinoamérica, la ciudad se planificaba para abastecer a seis millones de personas.
La planta de Palermo reemplazó totalmente a la planta de Recoleta en 1928. La pequeña casa de Bombas de Coghlan, que había marcado un hito en la historia de las obras públicas, fue demolida, pero la nostalgia de los operarios fue más fuerte y como si fuera un rompecabezas la reconstruyeron en la actual planta potabilizadora de Palermo.
Avance tecnológico
Esta planta también representa un símbolo del cambio tecnológico. La electricidad a principios del siglo XX empezaba a ganar terreno y las máquinas de vapor poco a poco quedaban obsoletas. La distribución del agua ya no sería por gravitación, sino por bombas eléctricas ubicadas en estaciones elevadoras en distintas zonas de la ciudad.
Hoy, AySA es la empresa que provee agua potable a 13.508.948 habitantes en una superficie de 2.949 metros cuadrados que abarcan 25 municipios y CABA. Pocos turistas se detendrían hoy a observar las estaciones elevadoras que almacenan el agua antes de ser distribuida. La electricidad se llevó, junto con el vapor, el glamour y el esplendor de las primeras grandes obras públicas. Algunas de ellas todavía están allí, intactas.
FUENTE: lanacion.com.ar