Una tarde de 1949, en la pequeña Tornolo, allí en el norte de Italia, lo dejó de pensar. Luigi, Il scarpellino, aferró a su pequeño hijo Claudio y a su esposa María Filiberti, y con el impulso de los torpes empujones de la posguerra, los subió a un barco. La familia atravesó el mar hasta Buenos Aires y luego, en auto, la utópica pampa hasta Mar del Plata. A la semana siguiente ya no era Luigi, era Luis, El Picapedrero, el que a golpe de masa y punta transformaba en sinuosidades perfectas y en ángulos milimétricos a la piedra de la cantera de Los Menéndez.
Luigi Silva murió hace poco, a los 92 años, pero el niño aquel hoy tiene 73 y vive en una casa del barrio Los Pinares. Hay en su portal una vereda de piedra Mar del Plata, un bajoventana martelinado y dos esferas que ni Arquímedes de Siracusa hubiera calculado tan perfectas. Talladas por la tradición y el amor hacia un oficio en retirada. “Mi viejo me dijo alguna vez que el obrero trabaja con las manos; el artesano con las manos y la cabeza; el artista con las manos, la cabeza y el corazón. Nosotros fuimos picapedreros, no artistas, pero el corazón lo usamos siempre”, dice Claudio Silva, a quien esta ciudad lo bautizó, desde joven, con uno de los apodos más comunes, pero también más cargados de genética ancestral: “El Tano”.
La piedra Mar del Plata
Su relato atestigua la nostalgia de un fenómeno desaparecido en Mar del Plata, un proceso irrepetible que a la luz de los cambios culturales se agotó en su propia naturaleza.
Como el curso de un río navega hacia su desembocadura en el mar, la Formación Balcarce es un accidente geológico de roca cuarcítica que atraviesa parte de la provincia y abandona el continente justo en Mar del Plata. Allí se sumerge, pero antes deja a la vista imponentes sierras, perdurables como paisaje en la zona rural, y elevaciones en el terreno frente al mar que construyen el desnivel de esta ciudad de su centro al sur. Y su piedra, ideal en estructura y características para la construcción, es tan única que, como “El Tano”, también se sometió al bautismo del lugar: pasó a ser simplemente la “Piedra Mar del Plata”.
“¡Qué piedra! No existe otra en el mundo entero con su diversidad de tonos y colores de piedra como la de acá. En Italia hay una que va de grisáceo a blanco, pero esta tiene borravino, amarilla, blanca, más tenue más intensa. Una maravilla. Y noble para trabajarla”, dice y se levanta hacia el hogar chimenea, donde con sus gruesos dedos recorre la irregular superficie del recubrimiento que él mismo hizo. Allí están los colores atesorados de la piedra.
Los obreros en la loma
Las canteras de Mar del Plata y Batán se transformaron en la primera mitad del siglo pasado en fuente de provisión de piedra para la ciudad, la provincia y el país. El uso arquitectónico de la piedra se impuso como una señal de comunión entre aristocracia y el lugar, lo cual perfiló un diseño de chalet tan característico que no hubo otra forma de llamarlo que chalet Mar del Plata. La textura, el color, la estrategia de colocación y, principalmente, la mano del picapedrero para martelinar, para posicionar a bastón roto, para delinear capiteles, bochas y alféizares, construyeron la ciudad en “derrame”.
“Derrame” porque se filtraron entre las grietas de la alta sociedad hacia los edificios públicos, hacia los espacios verdes, hacia los edificios de departamentos y, por fin, hacia las casas del habitante común.
“Recuerdo en la década del ‘60 y ’70, cuando la avenida Colón tenía sentido opuesto y desde la loma se veían bajar a los trabajadores en bicicleta para hacer edificios, chalets, todo tipo de obra. Fue impresionante”, rememora Silva e interrumpe la charla para invitar una excursión a su cuarto de herramientas, en el fondo de su casa. “¿Ve? Con esto se trabajaba. Estas son herramientas de 150 años. Punta, maza, cuña, bucharda. Los herreros que afilaban y hacían esto eran yugoslavos y llegaron todos de Tandil, donde habían desembarcado los primeros picapedreros europeos”, alecciona.
“No se trata de fuerza. He visto al viejo Pica, que trabajó para nosotros, llegar con su saco y sus brazos finitos. No es fuerza bruta. Es saber dónde y cómo golpear”.
Chispazos de memoria
Claudio Silva fue testigo del trabajo de su padre en aquellos atardeceres en los que le traían el bloque de piedra a su casa y, montado sobre un neumático de tractor o camión, cincelaba, cortaba, redondeaba. Las chispas del hierro estallando en la piedra eran como luciérnagas que se extinguían en microsegundos.
Luego de algunos años, aún con la vigencia de la cantera de Los Menéndez -quedaba en lo que hoy es Tucumán y Paso-, el “Tano” pasó a trabajar con su padre y participó de algunas de las obras de piedra más recordadas y significativas que tiene la ciudad. “Hicimos miles de casas, chalets, edificios, pero recuerdo con mucho orgullo el Monumento al Almirante Brown”, dice Claudio buscando en su memoria alguna otra precisión. Y la precisión está en los archivos.
El 4 de marzo de 1972, tal como lo reflejó el diario LA CAPITAL, un desfile cívico-militar inauguró entre los dos edificios monumentales de Mar del Plata, el Casino y el Hotel Provincial, la plazoleta almirante Brown. La figura del padre de la Armada Argentina reposaba de espaldas al mar sobre un pedestal erigido en el centro exacto de un rectángulo delimitado por 9 pilotes de piedra Mar del Plata. “Ese fue uno de nuestros trabajos más importantes, por lo que representa para todos ese lugar”, agrega.
Otras obras
El aeropuerto, en dos etapas, también lo tuvo al “Tano” siendo parte lateral de la historia. La piedra con la que se revistió el interior durante la construcción de cara al Mundial de Fútbol de 1978 fue trabajada por la familia Silva y su restauración y ampliación en 1995, para los Juegos Panamericanos, también. En ambos casos trabajaron en conjunto con otra familia icónica de la piedra, los Bugna. El nuevo tramo del paredón del Cementerio de la Loma fue una obra perdurable pero anónima para casi todos en la que Luis y Claudio Silva proveyeron la piedra a Juan Carlos Silva, sobrino y primo respectivamente. La recorrida por los barrios altos regresa el tiempo ante cada balcón, arcada o frente a bastón roto.
“Trabajé en muchas obras de rutina y en otras singulares, en las que el picapedrero podía tener algo más de protagonismo. Trabajamos con escultores, también recuerdo haber hecho un puente con el arquitecto Guillermo Orofino, todo de piedra para un ejecutivo petrolero en un campo sobre la ruta 88. Ese puente va a durar 500 años si lo dejan”, estima con controlada jactancia y una mueca de complicidad.
El picapedrero, junto a su banco, sus herramientas y el bloque de piedra, estaba en su mundo. Sufría -“pero menos que los canteristas, que el barrenista”- el polvillo, lo arduo del trabajo, pero era su mundo. Llegaba a los depósitos la piedra en camiones y empezaban la maza, la punta, la bucharda a hacer su trabajo. “No se trata de fuerza. He visto al viejo Pica, que trabajó para nosotros, llegar con su saco y sus brazos finitos. No es fuerza bruta. Es saber dónde y cómo golpear. Y algo importante, identificar el liso”, advierte.
El “liso” es una imperceptible fractura que tiene la piedra y que debe avistarse a tiempo. Es el terror del picapedrero: que la piedra trabajada se parta.
La época de piedra
Los materiales de construcción cambiaron y entrado el tramo final del siglo 20, las modas también. La piedra poco a poco fue cediendo su lugar de privilegio. Las canteras, las de Batán, la del Puerto, la del Boquerón, la de los Menéndez (esa antes, en los ‘60) entendieron que el negocio se acababa. Y los picapedreros dejaron de ser necesarios.
“Se fue apagando el oficio. Todavía hay gente que si le pedís, te trabaja la piedra. Pero cambió la mentalidad de la construcción. Ahora ponen un cubo sobre el otro, se va la piedra y vienen los revestimientos, se va la madera y llega el aluminio y el PVC”, alega en un tono que no revela resignación, más bien es aceptado entendimiento.
En las agrietadas manos del “Tano” Silva hay tiempo y en el tiempo, vida. A esas grietas las delineó un pasado que nada borrará. Ni el final del último picapedrero. Porque la piedra eternamente quiere ser piedra. Y lo logra.
Una ciudad empedrada
El trayecto entre el barrio Los Pinares, la casa de Silva, y la plazoleta Almirante Brown, una de las obras de su familia, puede tener mil variantes. Todas las que permita el medio de locomoción elegido. Sea en auto, en bicicleta o en moto, las obligaciones de tránsito propondrán diferentes trazados. Si es a pie, entonces la libertad será absoluta.
Pero todos los caminos, por más disímiles que fueran, tendrán un punto en común: no pasará una cuadra sin que aparezca una frente de piedra Mar del Plata.
En la segunda mitad del siglo pasado la tendencia expansiva de la ciudad fue permanente y la piedra otorgaba calidad en el aspecto exterior de las viviendas.
“Telaraña”, “bastón roto” o “listonado”, con junta o sin junta, fueron algunas de las alternativas que el colocador ofrecía. Muchas veces, quien colocaba era el mismo picapedrero ya que debía encargarse de los ajustes en el lugar.
Más adelante, la piedra dejó de ser trabajada y con el cambio de materiales o de procedencia (“las piedras de las provincias, se dice ahora”) terminó siendo importante solo el colocador. “Formamos picapedreros en mi familia, recuerdo a los Maldonado, cuyos hijos hoy siguen trabajando. Mi propio hijo, Juan Matías, está en el rubro, aunque el oficio hoy se transformó en conseguir la piedra que viene de otros lados y satisfacer las necesidades de revestimiento del cliente”, explica Silva.
En el año ’72, cuando le encargaron a su familia el pedestal, los escalones y los pilotes (“son pieza única, cilíndrica abajo, esférica arriba”) para el monumento al Almirante Brown en el depósito de Corrientes y Larrea eran 7 picapedreros.
FUENTE: www.lacapitalmdp.com