“Quiero que dibuje lo que veo por mi ventana”, dice que le pidió una señora de Recoleta. A ese encargo se dedicaba Jorge Janco (59) poco antes del arranque de la cuarentena, sentado sobre un banco plegable. Antebrazo apoyado sobre la hoja. Los pies en la vereda de una esquina irregular.
La semana siguiente estaría en algún cruce cercano, cumpliendo un pedido similar mientras respondería a las preguntas: “¿A cuánto el dibujo?”, “¿A cuánto la postal?”, “¿Dónde aprendió a dibujar así?”, “¿De verdad no estudió en ningún lado?”. Las escucha hace 15 años, en la primera mitad del mes. Esa mitad que suele trabajar en Buenos Aires, para poder descansar en su Jujuy natal la otra quincena. Excepto en pandemia, cuando tuvo que poner pausa diez meses.
Janco llegó a Capital en 2004: un problema de salud de una de sus hijas le probó que, si Dios existe, atiende acá. El susto médico pasó, pero el pasatiempo vespertino, tras mañanas de clínicas, terminó quedando. Es el de dibujar en estilógrafo de tinta, una pluma de alta precisión con depósito recargable. Él calcula que lleva ocho gotas. Cuatro le bastan para hacer una obra. “Eso es lo que vuelve loca a la gente: que, de tan poco, salga tanto”.
Dice Janco. Y sigue con los números: recuerda cuánto cobró por su primer trabajo, sabe cuántas horas le lleva hacer un dibujo (de 40 a 50), puede definir en diez segundos cuánto pedir por una obra. Pero es consciente de que hay una energía imposible de medir. “Si la evaluás, ya no es arte”, sentencia. Como su técnica, que él llama “vibracionismo”: “Le digo así porque el trazo no es continuo, ¿ves? Es como la energía misma. No tiene dirección ni estructura. Puede ir para cualquier lado, pero algo se va formando”.
Lo explica mientras arrima líneas breves, uno al lado de la otra. La retina las juntará y permitirá ver el Palacio de Aguas Corrientes, o el Colón, o el Congreso, la Embajada de Francia o la de Brasil. Quizás el Palacio San Martín o la estación del tren Mitre en Retiro, su primer dibujo en tiempos de pandemia. O una de las decenas de esquinas porteñas menos famosas que también merecen un cuadro. Arrancó con dibujos en pequeño formato, pero sus admiradores y clientes le dieron confianza para ocupar hojas de 50 por 70.
Planes en pausa
Hasta marzo, Janco preparaba su próxima muestra. La última había sido hace más de un año, en una galería de la calle Guido. También planeaba seguir abriéndose camino en Europa, a donde ya viajó en 2017 a dibujar. No canceló esos planes. Sólo, como todos nosotros, los puso a esperar. Mientras tanto, escribe un libro con sus vivencias como dibujante en el que se mostrarán, en página impar, sus obras.
Pero, antes de todo eso, hace varias décadas, Jorge era un alumno de quinto grado de una escuela pública de San Salvador de Jujuy, y su ilustración del Coliseo romano le valía la admiración de sus compañeros. La maestra los hizo pasar, uno por uno, a contemplar la proeza técnica natural de Janco.
Desde ese entonces, Jorge no paró de dibujar: al lobo de Gimnasia de Jujuy para que su hermano llevara a la cancha, al personaje de historieta Gilgamesh El Inmortal, a Tribilín y el Pato Donald en afiches para decorar asaltos. Un buen día, renunció a su trabajo como empleado de mantenimiento en una productora de azúcar, porque sentía que lo estaba “embruteciendo”. Puso en marcha en cambio la empresa de vivir de su creatividad.
Diseñó y cosió muñecos de peluche, o disfraces de los personajes de Disney, para la promoción de un sorteo por un viaje a las tierras de Walt. Moldeó a martillo una chapa para hacer una cara de Papá Noel tamaño puerta. Revolvió en vidrierías para poder fabricar carteles transparentes para un boliche o construir una nave para un cibercafé.
La idea en mente era siempre la misma: “Generar impacto visual”. Ese “wow”, que siempre despertó entre quienes se paraban a ver cómo dibujaba. Hoy, con el distanciamiento social, son menos pero están. Cuando termine la estación Retiro, se mudará de su spot junto a la Torre de los Ingleses hacia la Facultad de Ingeniería. Y allí sus fans quizás sean más.
Ese “wow” también lo pronunció él, cuando llegó a Buenos Aires por primera vez. “Salí de acá, de Retiro, y le pedí al taxista que me llevara por los lugares más lindos. Me paseó por la plaza San Martín, tomó Juncal, la 9 de Julio, me hizo ver el Colón y el Obelisco, dio la vuelta por la Rosada y se metió por Rivadavia. Y yo pensaba ‘Qué ciudad’. La ciudad me va llevando. Jujuy es mi casa, pero Buenos Aires me puso el sello de artista”. Con paciencia, después de diez meses, pudo volver a su segundo hogar.
FUENTE: Karina Niebla – /www.clarin.com