Desde mi balcón que da al Congreso, la noche no existe. No tenemos esa oscuridad total -o casi- que permite admirar las estrellas o contemplar el derrotero de la Luna. Hace un tiempo ya que varias torres de leds iluminan “a giorno” los restaurados muros del Palacio creado por Vittorio Meano. Se encienden al caer la tarde y solo se apagan con las primeras luces del amanecer.
Más allá del gasto de energía… ¿qué efecto tiene ese día cuasi eterno en nosotros, en los animales o en las plantas? Me lo advirtió hace años un especialista en orquídeas cuando le conté que mis phalaenopsis se negaban a florecer. “Si no detectan la diferencia entre el día y la noche, es difícil. Tendrás que cambiarlas de sitio o colocar black outs”, sentenció.
En el Parque Nacional El Leoncito, a casi 1.300 km de mi casa, es justamente el cielo nocturno lo que está a resguardo de la mano del hombre. Además de cuidar la flora y la fauna, sus 89 mil hectáreas están libres de contaminación lumínica y hay 250 noches al año con excelente visibilidad.
Es por eso que allí funciona el Complejo Astronómico del mismo nombre, con un telescopio reflector de 2,15 metros de diámetro que visitan investigadores de todo el mundo. Allí también hay un mapamundi de “los cielos perdidos”, que los marca con tonos de distintas intensidades.
Se estima que la contaminación lumínica de una ciudad arquetípica puede alcanzar hasta el 40% fuera de sus límites. Previsiblemente, en muchas de las grandes capitales la gente ha perdido el derecho a ver las estrellas.
FUENTE: Graciela Baduel – www.clarin.com