Nadie duda hoy en día de que movilidad y urbanismo deben ir de la mano: no se puede hablar de movilidad sostenible sin hablar de ciudad, que es donde se localizan las actividades que provocan esos movimientos. Al tradicional concepto de urbanismo (que, en su acepción más amplia, hace referencia a la planificación, a la organización del espacio urbano), se le añadió hace algunos años el adjetivo táctico como forma de referirse a esa misma ordenación del espacio público pero a pequeña escala (menos es más, cabría añadir). Se trata de un urbanismo ejecutado desde la óptica de la comunidad, basado en intervenciones informales, de bajo coste, rápidas, muy vistosas en ocasiones, fáciles de desmantelar llegado el caso y, me atrevería a decir, intuitivas por cuanto permiten comprender instantáneamente, sin necesidad de mucho razonamiento, lo beneficioso que es para la comunidad cambiar el uso de ese espacio. Fines de semana de voluntariado, un poco de pintura y mobiliario plegable están en el origen de la transformación de la muy emblemática Times Square.
Todo esto permite adivinar cuáles son las ventajas que ofrecen estas actuaciones: economía, rapidez y un cierto sentido de pertenencia que potencia el intercambio social y cultural. Sin embargo, y paradójicamente, aunque el urbanismo táctico no contempla un proceso participativo formal, a juzgar por los resultados cuenta con más apoyo de los ciudadanos que otras (aparentemente) más participativas actuaciones. Puede decirse que se trata de una planificación más interactiva que participativa, muy alejada de los cauces tradicionales.
Estamos, en definitiva, ante “acciones a corto plazo para cambios a largo plazo”, según la frase acuñada por Michael Lydon en su célebre libro, cuyo objetivo último, en cualquier caso, es crear lugares donde la comunidad se reúna y socialice, recuperando espacios que daba por perdidos. Ejemplos emblemáticos de urbanismo táctico encontramos en las más dispares ciudades del mundo: desde Nueva York a Santo Domingo, pasando por Londres o Madrid.
Impacto
Dicho esto, ¿cuál es su verdadero impacto? Una reciente revisión de las principales actuaciones ejecutadas en materia de urbanismo táctico la llevó a cabo el profesor Bertolini en 2020; revisión en la que se preguntaba si los experimentos callejeros podían realmente transformar la movilidad urbana, consiguiendo limitar el tráfico motorizado en favor de los modos sostenibles. Para este autor, responder a la pregunta implicaba, necesariamente, conocer primero el impacto de cada actuación, teniendo en cuenta que no todas ellas tienen la misma naturaleza o alcance, ni temporal ni geográfico: devolver plazas de aparcamiento al espacio público (‘parklet’), replantearse la funcionalidad de toda una calle (‘open street’), o de sólo una sección (‘pavement to plazas’), por citar algunos ejemplos, son producto del urbanismo táctico, pero de muy distinta ejecución.
Sus conclusiones se basan en una exhaustiva revisión de la literatura existente, de la que extrae una serie de criterios que le permiten evaluar el impacto de cada actuación en determinados aspectos. Así, por lo que se refiere a los parklets (espacios de las calles previamente destinados a aparcamiento y ahora convertidos en peatonales y zonas verdes, incorporando en ocasiones juegos infantiles o wifi gratis), concluye que el impacto es positivo, aunque no muy grande, en cuanto a interacción social, y un tanto dispar en el plano económico. Con todo, es probablemente el tipo de actuación más extendida y con resultados más cuantificables.
Hablando de ‘parklets’, cabe señalar que la pandemia originada por la Covid-19 ha subvertido en muchas ciudades españolas el sentido originario de este tipo de intervenciones pues, si bien es cierto que el espacio se ha devuelto a los peatones (por así decir), la reversión se ha hecho a través de un lucrativo negocio para terrazas de bares y restaurantes. De esta manera, el objetivo declarado de este tipo de espacios, que no es sino fomentar los modos activos de transporte (andar y bicicleta), no se consigue y la interacción social es discutible (los grupos que se sientan alrededor de una mesa ya están hechos), mientras que, eso sí, el incremento de la actividad económica (para algunos) es indudable.
Otra de las actuaciones incluidas en el artículo de Bertolini son las llamadas ‘pavement to plazas’, dentro de la actividad conocida como replantear secciones de calles (repurposing sections of streets). En este caso, se cita el ejemplo de un ambicioso programa iniciado en Nueva York en 2007, con el objetivo de que ciertas calles y plazas de la ciudad recuperaran su función de espacio público y dejaran de facilitar el tráfico motorizado. Para ello, secciones de algunas calles y plazas fueron destinadas temporalmente a los ciudadanos, al tiempo que se convertían en espacios inaccesibles a los vehículos motorizados. El impacto de estas actuaciones se reflejó positivamente en el uso de los modos sostenibles (andar, bicicleta, transporte público) y en la economía, si bien fue neutral en cuanto al flujo de tráfico.
Por lo que se refiere a las llamadas ‘open streets’, se trata de cierres temporales al tráfico motorizado de una calle entera para usarla como espacio público; cierres normalmente asociados a algún tipo de evento organizado (por ejemplo, actividades ciclistas). La primera actuación de este tipo tuvo lugar en Bogotá en el año 1976 y, de ahí, la idea se extendió rápidamente a otras ciudades, sobre todo partir del año 2000. Puede considerarse, por tanto, el primer caso documentado de urbanismo táctico cuando ni siquiera existía el concepto. En cuanto a resultados, el impacto se produce, principalmente, sobre la salud al promover la actividad física, mejorando, además, la calidad de vida y la actividad comercial.
Crítica
Tal vez la principal crítica que se puede hacer al urbanismo táctico es, en general, la falta de evidencias sobre su valor añadido a la hora de provocar un cambio sistémico en la movilidad urbana. Si bien es evidente que puede contribuir a potenciar el uso de modos no motorizados y reforzar el espacio público, la temporalidad de sus actuaciones o de los eventos a ellas ligados, a lo que se hacía referencia más arriba, impide evaluar si se trata de intervenciones que pueden montarse y desmontarse con rapidez inusitada, sin verdadero potencial de transformación, o pueden provocar cambios reales en los hábitos de movilidad y hasta en el estilo de vida de los ciudadanos. Es decir, no queda claro si, al final, no se tratará de soluciones transitorias que no van a suponer una verdadera transformación de las ciudades, contribuyendo a solucionar sus problemas de movilidad.
Otro reproche se refiere al lugar donde se desarrollan esas actuaciones, en ocasiones sitios emblemáticos, fáciles de visualizar, pero no verdaderamente necesitados. Se trataría, entonces, de un instrumento de ‘gentrificación’ disfrazado de herramienta para mejora de la comunidad, pero que, en realidad, sólo produce resultados para las clases socioeconómicamente mejor situadas, convirtiéndose en actuaciones elitistas que no representan los intereses de la colectividad. Se produce, así, un efecto rebote cuando esas bienintencionadas mejoras acaban aumentando el valor de la propiedad y, en consecuencia, precipitando el proceso de gentrificación.
Finalmente, su propia naturaleza (bajo coste, espontaneidad en ocasiones) puede jugar en su contra, haciendo que, al percibirse como temporales, como simples experimentos de laboratorio, se degraden rápidamente. De hecho, frecuentemente son actuaciones que no impiden el tráfico motorizado por completo, sino que, simplemente, lo interrumpen temporalmente o lo dificultan.
Conclusiones
A la vista de cuanto se ha expuesto cabe preguntarse si podrá el urbanismo táctico impulsar el cambio duradero y a largo plazo que necesitan nuestras ciudades para alcanzar los objetivos de sostenibilidad marcados por las distintas agendas. ¿Podrá superar el nivel calle al que actualmente (y, en su mayoría) pertenece? ¿Tiene el potencial transformador necesario para cambiar la estructura urbana tradicional, superando inadecuadas políticas públicas? ¿O se basa más bien en actuaciones superficiales y cortoplacistas, parciales y sobrevaloradas que, a la postre, molestan más que facilitan la movilidad en general y la peatonal en particular?
Tal vez todas las críticas que se hacen a las intervenciones basadas en el urbanismo táctico no estén exentas de parte de razón, pero, aun admitiéndolo, no se puede desdeñar su indudable capacidad para influir en la forma urbana y en cómo nos movemos por la ciudad, aunque sea a pequeña escala. Que este nivel vaya más allá dependerá de muchas cosas; sobre todo, de la capacidad para mezclar diferentes medidas que operen en combinación con parklets, open streets y demás instrumentos propios de la estrategia. Sabemos, por experiencia, que las medidas aisladas no solucionan los problemas de movilidad que padecen las ciudades, sino que producen en ocasiones un indeseable e indeseado efecto rebote. Es por ello necesario combinar este tipo de urbanismo con movilidad en sentido estricto: potenciar el transporte público, programas de car-sharing, bike-sharing, etc. y, en definitiva, actuaciones que permitan una verdadera transformación, consistente y a largo plazo.
FUENTE: María Eugenia López Lambas – agendapublica.es