Se aprende de los papás y las mamás millenials a hacer tres o más acciones simultáneas con solo dos brazos, como cargar al chico, con la otra el carrito y quién sabe cómo la correa del perro o el bolso que contuvo los elementos del picnic. Estamos en el patio de juegos de la plaza Mujica Láinez. Hay algunos y algunas a favor de la llegada del “robot”, que es el motivo principal de esta plaza, al que los chicos se trepan o suben por escalerillas, y del cual se arrojan por sus extremidades-toboganes. Los chicos se le van encima, lo merodean; y sus padres también se ven atraídos y lo rondan con la excusa de vigilar de cerca a los hijos. Rara es su vinculación con la abejita y la vaquita de San Antonio, representadas a sus pies y talladas en piedra; son objetos de difícil uso para los chicos muy chicos que, al menos en presencia del cronista de LA NACION, apenas osaron sacudirle las antenas rígidas a ambas.
Los viejos juegos enseñaban a ser puro cuerpo; cuerpo devenido sentido en la medida en que vibra de emoción al transgredir las posturas corporales habituales para arrojarse por un tobogán de madera o colgarse de los barrotes del iglú de metal, cabeza abajo; o hamacarse apagando la mente un rato: ese es un incentivo del espacio público a ser puro cuerpo presente y sentidos abiertos a la libre imaginación. Pero los nuevos juegos se cierran a un relato, y es un relato muy afín a las cosas que habitualmente consumen los chicos —los temas y los personajes— a través de las pantallas (cine, tevé o videojuegos).
En cuanto a los papás y las mamás observados: se vio en muchos una arenga hacia un deber ser moral que quizá ni ellos mismos practiquen. ¿Cuántos de ellos y ellas ceden sus objetos, comparten con tal desaprensión como la que le exigen a sus criaturas impávidas ante la presión progenitora? La arenga de cómo hay que ser —hacia una educación moral infantil— parece extenderse como plaga por los patios de juegos infantiles, como aquel papá al que se vio insistirle cuatro o cinco veces, una de ellas tomándolo fuerte del bracito: “Hay que compartir, ya te dije”, mientras el nene se abrazaba, todavía sin soltarla, a la pelota. Una mujer decía: “La plaza no es nuestra; yo ya te lo dije. No vale esa cara de circunstancia que me ponés”. Curiosamente, el reto sirvió para alejar al intruso y el nene pudo disfrutar a solas, cabalgando a la abejita inerte.
Después, un grupo de vecinos de la calle Posadas, que adoptaron a esta plaza como propia, me dicen: “No nos gusta el solado de caucho continuo. Por favor, hacen falta elementos naturales como la arena o las piedritas, que se autodepuran, y no esta especie de alfombra sucia”.
A favor, de los solados se argumenta que su espesor puede brindar mayor amortiguación en las áreas de seguridad, y que fue uno de los principales pedidos de los vecinos al Gobierno de la ciudad. “Muchos veían a la arena como un foco de infecciones. Y los juegos son cada vez más inclusivos: los solados de caucho son aptos, por ejemplo, para circular con sillas de ruedas o muletas. La arena, no”, justifican desde la Dirección General de Obras Comunales de la ciudad.
Pedacito de bosque
El patio de la plaza Alemania, comparado con el de la plaza Primero de Mayo o el del Parque Chacabuco, es un lujo: hay tres pares de hamacas, y una más para chicos con discapacidades. A la Avenida del Libertador se la cuida con mayor responsabilidad social. El mangrullo —el nodo de este patio— es la casita del árbol, y combina perfecto con el entorno boscoso. La casita está duplicada: es simétrica y sus dos áreas están unidas por un corredero de maderitas entablilladas; el túnel-tobogán que sale desde el piso de arriba permite a los chicos y chicas desaparecer de la mirada de los padres. Del sube y baja tradicional, se extraña su madera; estos amarillo-verdosos, de base colorada, son pura funcionalidad, sin la personalidad del objeto artesanal. Los antiguos túneles de hormigón aquí son de plástico; por donde se mire, plástico, lo cual genera no pocas críticas en una mamá vegana que insta a “más madera” y “más orgánicos”.
Recién llegado a la plaza Primero de Mayo, de Balvanera, el cronista de LA NACION comprueba: los barrios al sur de Rivadavia presentan comodidades y facilidades menores que sus primos del norte. Acá, las mamás se sientan en el piso; no están los cómodos asientos de la plaza Alemania. Recién inaugurado también, este “barco pirata” ofrece poco para hacer ahí; apenas, tirarse por sus toboganes. El nuevo tobogán de plástico, hermético o curvado y sinuoso, se asemeja al tobogán acuático de centro de veraneo, acorde a infancias de videojuego al borde de la realidad virtual, hechas y ávidas de emociones fuertes; hay quien reclama fragmento y abstracción, que se incite a imaginar libremente, entre tanto compacto de información que provoca usos dirigidos y lineales.
Hecho a nuevo
En los nuevos juegos del Parque Chacabuco, hay superficies más abiertas que en sus primos de otras plazas, y el motivo principal son dos carabelas y un entorno símil boscoso, todo en tonos de verde. Alturas más bajas, más ruido, más llanto, tendencia a las líneas más rectas y las curvas menos pronunciadas. El estilo general es austero, despojado de ornamento; el modelo de chico al que se dirige es más rudimentario, menos habilidoso, que por ejemplo, el de la plaza Alemania o el Parque Las Heras.
En la plaza Velasco Ibarra, Silvia Collin, presidenta de la junta comunal Nº 3, me cuenta: “Acá teníamos madera: se rompe, presenta problemas de mantenimiento. Estamos empezando a usar materiales reciclables, como listones de PET. Es más fácil el mantenimiento y tiene más durabilidad. Tenemos que pensar en lo que es durable y lo que es seguro. En otras plazas, hemos puesto cosas lindas y modernas y después hay problemas de importación, y no están las piezas. Entonces, tenés que pensar en la sostenibilidad del mantenimiento del juego”.
Atardecer de un sábado en la plaza Mafalda, de Chaca-giales, ese híbrido sector acuñado por la estrategia inmobiliaria para elevarle el valor al metro cuadrado de la antes pueblerina Chacarita. Aquí, en el patio de juegos, el “edificio” —el único mangrullo en altura (entre los visitados)— exige habilidad y fuerza y, otra vez, marca la diferencia con los barcos del sur. Aquí, hay cómodas y amplias mesas, y no menos de tres pares de toboganes que van del rojo furioso al verde musgo, y que combinan con el caucho al tono. Casi se diría que la mole lúdica fue levantada en espejo del edificio que está detrás suyo, un monoblock deluxe que oficia de telón de fondo; y hay un momento del día en que las geometrías de ambos contornos configuran un prodigio plástico de inspiración cubista.
Cuasi desérticas, las clásicas hamacas —más allá— lucen desvaídas, empujadas por unas pocas mamás nostálgicas. Hasta los ojos de buey del edificio de atrás están en composé con los del mangrullo, puro efecto decorativo. Ansiosa como un ratón en caja de cristal, una mami largó por primera vez al nene, que se le aleja tanto que ya está en el primer piso del mangrullo. La mami pide: “Permiso, permiso” a unas “charlatanas” —dice— que se pusieron a “cotorrear” justo delante de ella, y le tapan “la visual”.
“Movete flaca”, le lanza ahora más explícita, desde el banquito en el que se niega a resignar su cómoda vigilancia de sentada. “Ah, disculpá, ¿te compraste la plaza?”, le devuelve “la cotorra”, y así siguen hasta que el nene se arroja por el tobogán, vuelve al sector, y se disipa la pelea.
Anochece ya, pero la vecindad de Chaca-giales se niega a irse de la plaza en, quizá, la última jornada de manga corta para un otoño que viene siendo bastante cálido. Acá, en la Mafalda, al aire libre, muchos y muchas encuentran un refugio a la suba de los precios, sobre todo en esta zona, donde los “barsuchos” devinieron en restos de lujo, y cotizan sus sánguches y sus limonadas a precio dólar.
FUENTE: Julián Gorodischer – www.lanacion.com.ar