Uno de los tantos lados oscuros de la actual crisis pandémica es que nos permite adjudicarle todos nuestros males. Reconocer cuales se originan en decisiones acumuladas en el tiempo es un ejercicio necesario para encontrar soluciones.
Un problema acapara hoy la atención de la prensa, las preocupaciones de comerciantes, agentes inmobiliarios y la imaginación del gobierno municipal: el deterioro del microcentro, esa franja que abarca de Santa Fe a Rioja y de Corrientes a Laprida.
Hablar del centro urbano implica saber de qué se habla exactamente. ¿Es un espacio que proporciona las condiciones necesarias para el encuentro y la comunicación entre los ciudadanos, el lugar de las ceremonias y las fiestas cívicas?. Si alguna vez se concentraron en la Plaza 25 de mayo, es indudable que hoy se han trasladado al Monumento a la Bandera y la costa de la ciudad.
¿Es el lugar de concentración del entretenimiento y la diversión? Surgen inmediatamente en nuestra mente lugares como la Avenida Pellegrini o Pichincha, y muchos centros barriales de dinámica vitalidad.
¿O es el lugar del comercio y las actividades administrativas y financieras? Este es – ¿o fue? – sin duda, nuestro microcentro.
Es claro que en Rosario estos tres centros no coinciden en el espacio. Hay evidencias comprobables del vaciamiento y deterioro del microcentro comercial -erróneamente denominado “casco histórico”-. Un muestreo realizado por el Colegio de Corredores Inmobiliarios (CCIR) y la UNR lo ilustra con algunas cifras: a fines de 2020, el 22 % de los locales de galerías y el 17 % de locales en el microcentro estaban vacíos, mientras que en el resto de la ciudad apenas superaban el 10%.
Asimismo, directivos del CCIR destacan la expansión hacia el oeste de la construcción. “porque a 10 o 15 cuadras del pleno Centro se gana en calidad constructiva y en calidad del entorno”.
Si se confronta la cantidad de permisos de edificación otorgados en la última década en el distrito centro con los otorgados en el microcentro, salta a la vista que la parálisis en la inversión es de larga data, muy anterior a la crisis actual.
Su decadencia inicia sutil y paulatinamente desde hace aproximadamente 50 años, fruto de la acumulación de una suma de buenas intenciones, cuyos efectos deberían haberse percibido y monitoreado para evitar el punto límite que la crisis y la pandemia han acentuado.
Desde inicios del siglo XX se concentraron en esa franja edificios representativos de su rol comercial, social y simbólico: el pasaje Pam, la Agrícola, la Casa de España, el Jockey Club, la Inmobiliaria, las tiendas Gath y Chavez y La Favorita, el Banco Nación y su Anexo, entre otros. En décadas sucesivas, empresas de la ciudad sumaron edificios de viviendas y oficinas con prestigiosos locales comerciales en la planta baja. La Comercial, La Esmeralda, Escasany, Galería Rosario, Cine Radar, Galería César, Cine Heraldo, por mencionar sólo algunos.
Hasta fines de la década de los 60 la calle Córdoba era el lugar del encuentro, de la novedad, centro de la vida colectiva. Tiendas como casa Tía o casa Beige ofrecían productos de bajo costo para todo público. “La calle Córdoba y algunas de sus transversales eran el “hall de la ciudad”(…) “ Más que salir para mirar vidrieras, ir al cine o cenar, encontrarse con amigos, la calle misma era el objeto de la salida desde la noche del viernes hasta el domingo”.
¿Qué cosas fueron cambiando en los años posteriores?
La peatonalización definitiva de la calle Córdoba en 1974, dio inicio a dos procesos que se han ido agravando con el tiempo: la hipervalorización de los locales en planta baja con acceso desde la calle y el paulatino debilitamiento y abandono de los usos en las plantas superiores fenómeno que anticipamos cuando se amplió la peatonalización de San Martín hasta Mendoza (6). Los negativos resultados de esa ampliación saltan hoy a la vista de los ojos menos entrenados.
Santa Fe, otrora la calle de los Bancos, fue perdiendo su rol urbano a medida que éstos se descentralizaban, creando nuevas sucursales, cajeros automáticos y home banking. Esa pérdida acentuó el ya disminuido protagonismo de las peatonales, al reducir notablemente la cantidad de ciudadanos que acudían cotidianamente a “hacer trámites”.
Por último, una serie de actividades recreativas, -cines, restaurantes, bares-, y de comercios de pequeña escala, no han desaparecido: han migrado a otras zonas que ofrecen locales a precios más accesibles, accesibilidad garantizada y estacionamiento seguro y gratuito.
Los que trabajan o residen en el microcentro perciben con más claridad el impacto negativo de las medidas que fueron transformando a la zona en un “gueto”, responsabilizando a la gestión saliente del angostamiento, de manera inconsulta, de las calles Rioja, Entre Ríos y Sarmiento; la relocalización del transporte con los “corredores” saturados de líneas mientras otras calles quedaban desiertas; y la dificultad del acceso particular de compradores y residentes, que han desalentado la construcción y la renovación de propiedades”.
Lejos de registrar esos impactos, los decisores políticos y sus asesores técnicos siguen apostando al incremento de la edificabilidad, a la restricción en el ingreso de vehículos y a la ampliación de las peatonalizaciones, como si estas medidas, por arte de magia o por mero voluntarismo bastaran para revertir esa lenta agonía iniciada hace no menos de 50 años.
¿Serán los incrementos de altura estímulos necesarios y suficientes para movilizar una demanda que se ha mantenido en tiempos tan difíciles pero se ha radicado sin duda en otras partes de la ciudad? ¿O harán falta medidas de mayor compromiso y mayor consenso?
¿Son los jóvenes arquitectos los que deben ser convocados para “para disponer algunos objetivos y discutir los indicadores pertinentes” (8)? ¿O son los ciudadanos de diversas edades y aficiones; la inversión privada, detenida o restringida desde hace tanto tiempo; los operadores de los servicios públicos; los visitantes, los que deben ser escuchados?
Nuestra tarea como urbanistas no es la de imaginar una ciudad inviable, sino detectar procesos y diagnosticarlos, y no olvidar que nuestra principal herramienta de trabajo es la capacidad de saber ver y escuchar las demandas sociales y proponer cursos de acción eficaces a los decisores políticos.
FUENTE: Isabel Martínez de SAn Vicente – www.lacapital.com.ar