No se veía. Y si se veía, se evitaba. Siempre atestada de personas cargando bultos, con sus bordes tomados por manteros, las columnas llenas de carteles, el piso cubierto de mugre. La recova de Once era un agujero negro; como también lo era la estación de trenes, en la que murieron 51 personas; y, a unas cuadras de ahí, Cromañón, el boliche que en la madrugada del 30 de diciembre de 2004 no paró de escupir cadáveres. Hoy, los alrededores de ese Once maldito, lucen diferente, un poco más ordenados: sin venta ilegal y con la fachada de la estación y las veredas reparadas.
Once fue -y por momentos sigue siendo- un territorio sin control, en donde todo lo que podía salir mal, así resultó. Y después de las dos tragedias más importantes en la historia reciente del país, la imagen de desmadre volvió con el desalojo de los manteros, en el verano de 2017. Hubo cortes de tránsito, incendios de contenedores de basura, pedradas. Enfrentamientos entre vendedores ilegales y policías.
Ahora el entorno es otro, menos apocalíptico. Los manteros no están. Al menos, no con sus puestos fijos. Algunos muestran la mercadería en valijas, pronta para ser levantada cuando aparezca algún control. Tampoco están en la misma proporción: antes había uno cada dos comercios legales. Hoy la mayoría está reubicada en paseos de compras oficiales. Y la zona vive un proceso de transformación. Para el Gobierno porteño esa renovación sólo podía hacerse sin los manteros.
“Fue imprescindible. De otro modo, no se hubiese podido renovar la recova y la fachada de la estación”, dice Flavia Rinaldi, gerenta de la Dirección de Regeneración Urbana del Gobierno porteño. En la esquina de Pueyrredón y Bartolomé Mitre, con el 132 y el 118 pasando por detrás, agrega: “No hubiese sido posible que los arquitectos, ingenieros y restauradores trabajaran con el espacio público tomado”.
Primero, a mediados del año pasado, se empezó por la fachada de la estación de trenes. Diez días tardó en demolerse una marquesina que, como una dentadura, salía desde el acceso central y funcionaba de techo en gran parte de la vereda de Rivadavia. Era una estructura ajena en un edificio descomunal, que en verdad no es uno, sino tres.
Porque la construcción de la terminal Once de Septiembre es una historia de unión. En 1896, en la esquina de Mitre y Pueyrredón, se inauguró un edificio chico, con frentes simétricos. Lo proyectó un arquitecto holandés, Juan. J. Doyer, y se lo conoció como el Edificio de Pasajeros. Tres años más tarde, se lo replicó en volumetría y estilo en la otra esquina de Pueyrredón, para que ahí funcionara la Bolsa de Cereales. En 1907, cuando fue necesario ampliar la terminal, el mismo Doyer decidió unir los edificios, con una nueva estructura. Sobre ella trabajó la arquitecta Noelia Arango.
“La marquesina había anulado los arcos originales. Para terminar de sacarla y recuperarlos hubo que hacer un refuerzo estructural dentro de la estación”, describe Arango, parada a metros de la estación. Durante ocho meses permaneció sobre ese frente, colgada en andamios, cambiando de acceso en acceso. El caudal de personas que circulan por Once hacía imposible el cierre de cualquiera de los ingresos. Es que sólo el tren ya mueve unos 50.000 pasajeros diarios.
Para Pilar García Arilla, trabajar en un entorno tan poblado también fue un desafío. Ella no estuvo al frente de la obra de la estación, sino de la recova.
“La idea fue unificarla y disminuir la contaminación visual. Antes, había cables que cruzaban de punta a punta, carteles que tapaban molderías, equipos de aire acondicionado sobre las veredas, motores de cortinas por fuera de los negocios”, enumera García Arilla. Y se refiere al ruido que por años acumuló la recova, un punto que en su origen (empezó a construirse en 1873) albergó ferreterías y corralones, y que recién con la inauguración de la estación (en 1896) cambió su perfil con la instalación de cafés, tiendas y hoteles. Después, todo fue en picada.
“Las fachadas de los edificios representan la unión entre el ámbito público y el privado. La Recova y la fachada de la estación son un ícono de la zona, por eso es que las pusimos en valor, volviéndolas más fácil de transitar”, explica Eduardo Macchiavelli, ministro de Ambiente y Espacio Público de la Ciudad, sobre el por qué de la obra. Rinaldi, gerenta del proyecto, avanza sobre esa idea: “Al descubrir la recova aparecieron las firmas de los arquitectos originales y un grabado sobre un frigorífico que puso sus oficinas aquí. Seguramente a alguno de los cientos que pasan por Once esos registros les generen curiosidad, los lleven a investigar. Eso los hará sentirse parte, lo que es muy positivo porque está demostrado que sólo se conserva aquello que te pertenece”.
Inversión
La obra para recuperar la fachada de la estación Once costó 5,4 millones de pesos y estuvo a cargo de Trenes Argentinos Operaciones y el Ministerio de Ambiente y Espacio Público. A su vez, la recuperación de la recova la hizo la Ciudad, con una inversión de casi 4 millones de pesos.
Las nuevas ferias, con pocos clientes
A un año y medio de su instalación, las ferias en las que fueron reubicados los ex manteros de Once venden poco. Así lo transmiten los vendedores, antes ilegales, que fueron desalojados de las calles que rodean a la estación del tren Sarmiento.
“Mire, señora”, “¿Qué anda buscando?”, ¿Quiere ver algo?, invita uno de los puesteros, que prefiere no ser identificado. Está en el pasillo principal, en el paseo de Perón y Boulogne Sur Mer.
Vende ropa infantil, pero a su alrededor hay de todo: calzado, libros usados, bijouterie, sweaters de lana, enchufes, accesorios para celulares, gorros y sombreros. “Acá estamos bien: bajo techo, con baños y seguridad. Pero falta el público. Se vende menos que en la calle, y todavía menos por la situación económica”, dice.
Él y otros vendedores coinciden en que es necesario que los paseos se conozcan más, se publiciten. “Se repartieron folletos y el Gobierno corrió las paradas de colectivos -146 y 168- al frente del paseo para volverlo más visible. Pero no alcanza”.
FUENTE: www.clarin.com