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Home Medio Ambiente

¿Quién plantó Buenos Aires?

14 octubre, 2025
in Medio Ambiente
¿Quién plantó Buenos Aires?

Cuando en 1580 se fundó la Santísima Trinidad y el Puerto de Santa María del Buen Ayre, ¿qué paisajes predominaban? En el Bajo ribereño: pajonales, juncales y montes de sauces y ceibos. Sobre las barrancas y crestas: bosques de talas, algarrobos, espinillos y algunos ombúes. Y en la inmensidad del pastizal pampeano: plumerillos blancos y cardas.

Lamentablemente poco y nada sobrevivió de todo aquello, pues la pequeña aldea creció sin planificación, arrasando y avanzando hasta convertirse en una ciudad invadida por el cemento. A lo largo del tiempo, muchos han sido los esfuerzos y refuerzos para enverdecerla y recuperar aquella flora nativa que don Juan de Garay llegó a conocer.

Los primeros tiempos

Como la mayoría de las ciudades hispanoamericanas, Buenos Aires no tenía espacios públicos arbolados. Pero hacia 1775, se concretó el paseo costero La Alameda, que resultó un gran avance “tanto para la diversión y salud de los ciudadanos como para la hermosura de la ciudad”, explicó el entonces virrey Vértiz. Paradójicamente, no estaba flanqueada por álamos, sino por sauces y ombúes que se extendían a lo largo de 400 metros hacia el norte del Fuerte. Años después, el gobernador Juan Manuel de Rosas la prolongó hasta su quinta de Palermo, agregó naranjos, más bancos y faroles, y la rebautizó Paseo de Julio (actual Leandro N. Alem).

Paralelamente, en su quinta de la Recoleta, don Martín de Altolaguirre cultivaba plantas exóticas, sembraba los primeros olivares y, quizás también, el gomero vecino al Café La Biela que el Atlas de Joaquín Arbiza Brianza ayuda desde hace unos diez años a mantenerse en pie. A pocos metros de allí y contiguos al cementerio, funcionaron la fallida Escuela de Agricultura Práctica y un Jardín de Aclimatación, clausurado al ampliarse el camposanto en 1828. Ese mismo año, la inauguración del primer jardín público significó otro paso importante. El Parque Argentino, con ingreso por Viamonte y Córdoba, emulaba al Vauxhall londinense. Sus salas de baile, circo, teatro, glorietas y café estaban odeados por prolijos jardines llenos de flores exóticas importadas. Pero aquella sociedad no estaba aún preparada para “paseos, en que se mira y no se toca (…) las concurrentes arrancaban a hurtadillas plantas”, revela José A. Wilde en Buenos Aires desde setenta años atrás.

Una quinta color rojo punzó

Luego de años de obra, el gobernador Juan Manuel de Rosas finalmente se mudó en 1838 a Palermo de San Benito, un complejo nunca visto hasta entonces. El paisajismo, de carácter rural pampeano, fue seguramente realizado por Nicolás Descalzi y ejecutado por Miguel Cabrera. El Sector Este de la quinta –limitado por Av. del Libertador, Av. Sarmiento, el río y Austria– fue el más importante. Allí estaba el caserón hispano criollo rodeado por jardines con bancos de mármol, fuentes, esculturas,
glorietas y canteros donde “no faltaban el floripondio, resedá, heliotropo, camelia, jazmín del Paraguay, cedrón, aroma, laurel, rosa”, detalla Manuel Bilbao en Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires. Allí estaban los lagos y arroyos con sus puentes, los pequeños bosques con animales enjaulados y un extenso naranjal. Y allí estaban también la alameda de sauces que conducía a un bergantín rojo transformado en salón de fiestas y una avenida de ombúes que guiaba al río, donde la vegetación nativa se expandía a sus anchas. Como casi todo estaba abierto al público, se convirtió en un punto de encuentro social. Tras la derrota de Rosas en Caseros en 1852, la propiedad fue confiscada y, al igual que su dueño, perdió toda gloria y esplendor.

El día después

Caseros implicó una fractura: la provincia de Buenos Aires se separó de la Confederación Argentina y, para reivindicar y afianzar su autonomía y su hegemonía, encaró una serie de cambios modernizantes. Así, el ingeniero y reconocido artista Prilidiano Pueyrredón jerarquizó la tan poco agraciada Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo): plantó 300 paraísos perimetrales, la cercó con cadenas, remozó la Pirámide de Mayo, dispuso jardines en canteros y agregó asientos y farolas a gas. “El Paseo de las Delicias. Lo es sin duda la Plaza de la Victoria con su hermosa arboleda, sus elegantes caminos y ancha vereda, que sirve de paseo a las lindas e interesantes damas que han hecho de moda lucirse en este paseo”, elogió El Nacional en 1859. Pronto surgieron varios proyectos para hacer lo mismo en otras plazas secas. Después de la Batalla de Pavón en 1861, las aguas se fueron calmando y el país se reunificó con Mitre como Presidente. Le siguió Domingo Faustino Sarmiento, quien fomentó el arbolado público e introdujo el eucalipto australiano y el plátano estadounidense.

También, inspirado en el Central Park neoyorkino, consiguió que la antigua quinta de Rosas fuera transformada en un pulmón verde: el Parque 3 de Febrero, cuyo nombre recuerda la fecha de Caseros. El proyecto y la ejecución, primero, estuvieron a cargo del Ing. Jordan Wysocki; luego, del Arq. Jules Dormal, que además diseñó los impactantes portones de ingreso. En 1875 se inauguró la Primera Sección del parque que, básicamente, consistía en un paseo de circunvalación y antiguas arboledas. La Magnolia grandiflora que aquel día plantó el presidente Nicolás Avellaneda, como símbolo de buenas intenciones, todavía permanece en Av. Berro y Casares.

Pero Palermo aún quedaba lejos del Centro, con accesos complicados y obras demoradas: “El Parque no forma parte de la vida de Buenos Aires”, se lamentaba Sarmiento.

La impronta cosmopolita de Alvear

Cuando en 1880 Buenos Aires se convirtió en Capital Federal, su intendente Torcuato de Alvear decidió posicionarla internacionalmente siguiendo el modelo urbano parisino del Barón Haussmann y Adolphe Alphand. Para ello, contó con la ayuda de Juan A. Buschiazzo (Director de Obras Públicas), Eduardo Holmberg y Eugéne Courtois (Directores de Paseos) y el mismísimo Sarmiento (Presidente de la Comisión Auxiliar del Parque 3 de Febrero) con quienes integró un equipo demoledoramente innovador.

Se derribó la Recova que dividía en dos a la actual Plaza de Mayo y los paraísos fueron reemplazados por palmeras pindó. También se ideó un boulevard ancho y arbolado que para aliviar el tráfico este-oeste. La Avenida de Mayo, escoltada por álamos, fue finalmente inaugurada en
1894 siendo ya intendente Federico Pinedo.

Se estableció un Criadero Municipal de Plantas en un sector del actual Parque España (Barracas) para abastecer a los espacios verdes. Éstos fueron, además, enriquecidos con lagos y puentes, fuentes y cascadas, “pelouses” con belvederes y balaustradas, esculturas… y polémicas grutas de cemento. El 30 de noviembre de 1888, La Prensa calificó de “espléndido mamarracho” al castillo grutesco de Plaza Constitución. Sus 10 metros de altura albergaban un túnel, pasadizos, pasarelas colgantes, escaleras y gatos, demasiados gatos. El Paseo de la Recoleta también tenía una: “Ahí lo encontraron al tío Antonio. Es una pequeña gruta artificial que, por el día, visitaban los enamorados y, por la noche, los suicidas. Es una especie de quiosco, un paisaje romántico del siglo pasado”, reveló Adolfo Bioy Casares en una entrevista.

Reflotaron las obras en el Parque Tres de Febrero y en la entrada se dispuso La Avenida de las Palmas que “pretendía imitar la famosa del Jardín Botánico de Río de Janeiro”, según el expresidente sanjuanino. Como a las palmeras les costó adaptarse se la rebautizó Avenida de las Escobas (hoy Av. Sarmiento).

El francés que coloreó la ciudad

Jules Charles “Carlos” Thays, Director de Parques y Paseos de la Ciudad de Buenos Aires entre 1891 y 1913, dejó una huella imborrable en el paisaje porteño, pues prácticamente cada corredor verde –y no tan verde– fue tocado por su vara. Y, si bien aplicó el modelo del jardín público francés del 1800, supo valorar y priorizar en sus diseños la vegetación propia de estas tierras.

Con respecto a los espacios que remodeló, merecen citarse el Parque Avellaneda en la antigua quinta Olivera, Plaza San Martín, Plaza de Mayo, donde reemplazó las palmeras por plátanos, Parque Lezama y Parque Tres de Febrero, al cual amplió y embelleció al agregarle lagos. Dentro de los nuevos proyectos, se destacaron el Jardín Botánico, que despliega una valiosa colección de flora argentina y de los cinco continentes, Barrancas de Belgrano, Parque Centenario, con su diseño circular, Parque Chacabuco y Plaza del Congreso, en la cual “se podía ver, al lado de un trozo de muro que caía bajo la piqueta y de un sótano que se terraplenaba, redondearse los canteros floridos y nacer los prados verdes, mientras que con las poleas de maniobras se colocaba sobre un zócalo una reproducción en bronce del Pensador de Rodin”, describió el periodista Jules Huret durante las fiestas del Centenario. También realizó la traza de Palermo Chico, barrio en el cual trazó curvas, dispuso jardines delanteros y plantó muchos, muchos árboles.

Cuando Thays se presentó a concurso público para el puesto de Director, entregó un extenso informe donde, entre otras cosas, decía que “las flores en un jardín pueden compararse a las joyas en la toilette de una señora; el uso bien o mal ponderado de las flores, así como de las alhajas, prueba la distinción o la vulgaridad”. Fue justamente a través de su acertada elección y estético empleo de ciertos árboles con floraciones escalonadas que logró colorear a Buenos Aires como nadie podría haberlo hecho jamás.

Así, en septiembre los lapachos tiñen a la ciudad de un rosa vibrante. Y cuando llega octubre, estalla el rojo carmín de los ceibos. En noviembre, María Elena Walsh nos recuerda que “el cielo en la vereda dibujado está con espuma y papel de seda del jacarandá”; y en diciembre nos alegramos con el amarillo anaranjado de las tipas. A partir de enero, y afortunadamente por un par de meses más, los palos borrachos despliegan sus rosados, mientras los ibirá pitá tapizan el suelo de un amarillo intenso.

Thays fue único e irrepetible. Siendo francés, echó en Argentina raíces, llenó la tierra y esparció buenas semillas. Sus sucesores, Benito Carrasco y Carlos León Thays, no se quedaron atrás. Se desempeñaron brillantemente arbolando y creando nuevos espacios en una ciudad cada vez más urbanizada y ávida de oxígeno.

Buenos Aires necesita respirar

Toda ciudad necesita árboles. La Organización Mundial de la Salud recomienda, por lo menos, uno cada tres personas. La ecuación es simple: cuanto más árboles, mejor calidad de vida. La Ley 3263 de Arbolado Público Urbano fue sancionada en el año 2009. Impulsó tanto la creación de un Registro de Árboles Históricos y Notales como la de un Plan Maestro de Arbolado Público, cuyo objetivo es cuidar los árboles existentes y sumar nuevos donde no los hay.

Es decir, proteger e incrementar. Para ello, es necesario un buen plan de arbolado que promueva la biodiversidad, pero dando prioridad a las especies nativas que son las que mejor se adaptan y equilibran el ecosistema. También es importante el compromiso y participación ciudadana en los distintos programas de padrinazgo, podas planificadas, charlas instructivas, creación de jardines polinizadores, reforestaciones y la utilización del servicio BA-147 para pedir la plantación de un árbol, su poda o extracción si se ha secado. Las reservas ecológicas de Ciudad Universitaria-Costanera Norte, Costanera Sur y Lago Lugano, el Jardín Botánico, el Ecoparque y el Paseo Ambiental del Sur cumplen también un importantísimo rol. No solo conservan, protegen y restauran la biodiversidad local, sino que también brindan un espacio para la investigación, la educación y la recreación.

FUENTE: Susana Harrington – www.lanacion.com.ar

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