¿Qué pasaría si Rosario tuviera la capacidad de viajar en el tiempo para cambiar su pasado (como en la película “About time”) y pudiera redefinir el diseño de la zona de Puerto Norte, un lugar estratégico en la ribera de la ciudad? ¿Qué pasaría si se demolieran ladrillo a ladrillo todos y cada uno de los edificios construidos en las últimas dos décadas en Puerto Norte, como se desmonta un mecanismo pieza por pieza para volver a rearmarlo? ¿Se volvería a hacer lo mismo? El ganador del concurso para el Master Plan de Puerto Norte, el arquitecto Juan Ignacio Munuce, sostiene que en los hechos no se respetó el megaproyecto urbano que él diseñó y considera que la iniciativa fue un “fracaso para la ciudad”. Es que queda en evidencia que la densidad edificada, la ocupación del suelo por parte de los privados y las alturas de las torres construidas fueron tremendamente mayores que lo establecido en el diseño original. Tampoco se garantizó la continuidad del paseo público costero que nace en la Estación Fluvial y se interrumpe con barreras visibles e invisibles en Puerto Norte. Y mucho menos se logró morigerar las características excluyentes y de fragmentación urbana usuales en este tipo de emprendimientos. Todo lo contrario: se verifica un aumento de las divisiones espaciales. ¿Qué pasaría si las construcciones levantadas al borde de la ribera se hubieran hecho varios metros más alejadas del río y se hubiera diseñado un espacio público con mobiliario urbano para el uso de la gente? ¿Cuál sería la suerte ulterior de esa zona si se la volviera a construir con otro criterio? Pregunta tremenda por lo absurda, por lo impracticable, porque no hay marcha atrás posible, pero que sirve para reflexionar sobre la palabra “progreso”, que es un significante vacío. Todo depende de quién lo llene y con qué significado.
La elite rosarina de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, como la porteña, se miraba en el espejo de París estableciendo una estrategia de imitación. De allí uno de los perfiles de la ciudad que emergió por aquellos años con la construcción del paseo de bulevar Oroño y las casonas de estilo que levantaron en toda su extensión. El majestuoso edificio de La Favorita, basándose en las Galerías Lafayette, también es otro ejemplo. Cien años después todo cambió. Obvio. Ese sector de la sociedad tiene ahora una ensoñación con el skyline de Miami. Puerto Norte es producto de eso. Y así como Miami tiene su Little Havana, podría decirse que Rosario ahora posee su Little Miami. Qué sorpresa. El mentado “modelo Barcelona” de gestión urbana, que pregonó el socialismo durante sus treinta años de gobierno municipal, terminó llevando a esa zona clave de la ciudad a otro lugar del mundo. Alfredo Palacios, Juan B. Justo y real estate.
Hace 30 años exactos, en 1991, se realizó en Rosario el Seminario Internacional de Proyectos Urbanos sobre Puerto Norte, que funcionó como el primer lugar de discusión de ideas sobre estas tierras ferroportuarias que quedaron en desuso y que están en un lugar estratégico en la ribera del Paraná, el principal recurso paisajístico de la ciudad.
Siempre estuvo en el imaginario colectivo de Rosario el acceso de la ciudad al río. La idea de trasladar el puerto hacia la zona sur de la ciudad ya figuraba en 1935 en el primer Plan Regulador de Rosario (y de la Argentina) dirigido, entre otros, por el ingeniero Ángel Guido. En el Código Urbano de 1968 se ratificó la necesidad de liberar a las zonas central y norte de Rosario de sus actividades ferroportuarias para poder convertirlas “en un amplio frente urbano que posibilite la parquización de espacios libres”.
Así, la primera fase de intervención en Puerto Norte arrancó en 1996 cuando el Concejo autorizó la construcción de un centro comercial y viviendas en tierras ferroviarias que el Estado nacional tenía en esa zona. Dos años después, se consumó esa polémica decisión cuando el gobierno nacional de Carlos Menem en el marco de un festival de remate de bienes públicos vendió esas 22 hectáreas al grupo Irsa en 25 millones de dólares (otras 28 se transformaron en el parque Scalabrini Ortiz), que tiempo después revendió un sector a otros desarrolladores inmobiliarios. Es la zona donde ahora están el complejo Alto Rosario, las viviendas comercializadas bajo el nombre Condominios del Alto, torres residenciales y de oficinas y el hotel de la cadena Dazzler.
La segunda etapa de desarrollo de Puerto Norte se dio con el boom económico iniciado en 2003 y se ejecutó sobre predios que suman unas 100 hectáreas en manos de capitales privados, nacionales y extranjeros, y el Estado.
Para esta ocasión el municipio llamó a un concurso nacional de ideas para un Master Plan, que ganó en 2004 el arquitecto Juan Ignacio Munuce. En 2014, con gran parte de Puerto Norte construido, Munuce ya sostenía que en los hechos su idea se había “torcido”. “En mi opinión este proyecto fracasó, para la ciudad fracasó. Si ves la cuestión urbanística de esa zona es un modelo de ciudad bastante discutible. Para mí tiene el aspecto de un barrio cerrado en altura, edificios con rejas apropiándose de un sitio de la ciudad estratégico y construyendo una ciudad segregada, con un claro perfil social”, sentenciaba.
Y profundizaba que los inmuebles de alto valor patrimonial “en lugar de recuperarlos y tratar de encontrarles un nuevo uso posible, los sodomizaron con tres veces el volumen que tenían”. También indicaba que “la ocupación del suelo por lo menos se cuadriplicó” y “la altura máxima de construcción era como tope la de los silos”. Las torres Dolfines, por ejemplo, se pasaron un poquito: triplican ese límite.
El proyecto de Munuce, que ganó el concurso nacional de ideas por unanimidad del jurado, hablaba de “otro” Puerto Norte. “Había una deuda con el barrio Refinería, vecino a Puerto Norte. Había que tener en cuenta a sus habitantes. Pensá un rato en la vida de esa gente y lo que significaba haber vivido al lado de las cerealeras, los camiones ¿y ahora qué? Por eso no entiendo lo que están haciendo, ¡les ponés una reja al lado! ¿Querés que se vayan? ¿Vas a tratar que esto se convierta en otra cosa? Sabíamos que se iba a generar un proceso nuevo, pero intentábamos crear ciudad, valorar unas preexistencias no solo arquitectónicas, insisto, una preexistencia también de gente”, señalaba.
Estas declaraciones de Munuce aparecen publicadas en la tesis de la maestría de Flacso del arquitecto Martín Scarpacci titulada: “Puerto Norte en el planeamiento estratégico socialista: 2003-2013”. Allí Scarpacci hace una fuerte crítica al modo de intervención urbana que el municipio aplicó a esa zona, porque llevó al aumento de la fragmentación social y de la segregación urbana en la ciudad. “Pongo en observación el éxito (económico) de este gran proyecto urbano, ya que se terminó construyendo un enclave de exclusión intencionado y concebido para las elites. Si bien esto ha venido sucediendo en las ciudades, ahora ocurrió con la participación directa y activa del Estado municipal”, asevera Scarpacci.
La definición y ejecución de la segunda etapa del proyecto de Puerto Norte se dio en 2003 y coincidió con un cambio de las políticas de urbanismo. “La Municipalidad venía teniendo una gestión urbana muy interesante desde 1983 en la producción de espacio público costero abierto. El parque España y el traspaso de tierras ferroviarias nacionales a la Municipalidad son ejemplos de eso. Pero esta lógica tiene un punto de quiebre, un momento de ruptura, que se da en 2003. Allí se visualiza un cambio radical en las políticas”, describe Claudia Rosenstein, magíster en hábitat y vivienda, y docente e investigadora de la Facultad de Arquitectura de la UNR. Y lo fundamenta: “La ciudad es un campo de lucha entre el mercado, la sociedad y el Estado. Este último debería actuar como regulador, mediador entre los dos primeros. Es que toda intervención va a estar determinada por la puja de esos intereses y por la idea de ciudad que se imponga. Pero a partir de 2003 el Estado municipal no cumplió este rol, actuó como facilitador de estos proyectos impulsados por los grandes capitales privados, abandonó la idea de producción de espacio público, el cual es reemplazado por espacios de consumo (como por ejemplo la plaza seca de Ciudad Ribera) y quedó sometido a la lógica empresarial”.
Rosenstein se pregunta: “¿Qué tipo de ciudad construyen proyectos como el de Puerto Norte? Funciona como una isla. Afuera no hay ciudad, no hay barrio, se pierde allí la condición social que tiene una ciudad: la superposición de actividades y clases sociales”.
Y advierte que solo basta recorrer los espacios “abiertos” de esa zona para concluir que la mayoría de los habitantes de estratos sociales medios bajos y bajos ni los pisan. “No lo ven como un lugar de recreación, sino de consumo al cual no pueden acceder. La resolución arquitectónica contribuye a eso con un espacio público pobre. La característica de participación que está en la esencia de todo espacio público no se percibe en el caso de Puerto Norte. El espíritu del proyecto es de exclusión. La antítesis es el edificio del parque España, un edificio que construye espacio público y la gente lo usa y se lo apropia”, sostiene.
Y cita a la arquitecta rosarina y doctora en urbanismo Isabel Martínez de San Vicente cuando señala el rol que juega la arquitectura: “El diseño del espacio público no es neutral. Cuando quedan restringidas las actividades a realizar es porque existe una voluntad al respecto”.
Rosenstein refuerza: “Espacio abierto no equivale, necesariamente, a espacio público. Si bien no hay barreras físicas que impidan el paso, Puerto Norte cuenta con innumerables mensajes simbólicos que señalan claramente que sus lugares públicos están fuera del alcance para la mayoría de la sociedad. Tanto el espacio privado como el público en Puerto Norte le pertenecen a la misma clase social”.
En la segunda etapa de Puerto Norte que se ejecutó a partir de 2004 el municipio dividió el área a intervenir en siete unidades de gestión (UG), en función de los diferentes propietarios. Con cada uno hizo un convenio urbanístico particular que daba derechos de construcción y a cambio se pedían compensaciones, y en donde el Master Plan para Puerto Norte terminó convirtiéndose en papel mojado. Allí se levantaron las torres Dolfines y Nordlink (ex Genaro García) y los complejos Forum (ex Maltería Safac), Ciudad Ribera (ex Agroexport), Maui (ex Servicios Portuarios) y Metra (ex Federación Argentina de Cooperativas Agrarias).
El arquitecto Pablo Mercado pone el acento en que no se preservó la historia de esa zona. “En ninguna ciudad de Europa se hubiera actuado como se hizo acá. Había un patrimonio construido, pero intervinieron como si no hubiera nada”, señala.
Y también advierte que “Puerto Norte está desconectado con el resto de la ciudad. Ni siquiera se integró al barrio Refinería. Funciona con sus propias reglas y lógicas, como un gueto aislado del exterior. La gente llega en auto, entra con su vehículo al complejo, lo deja en la cochera subterránea y sube a su departamento. Funciona como una ciudad satélite, pero en este caso adentro de la ciudad. En mi concepción una ciudad se construye mezclada y sin guetos”.
El proceso de Puerto Norte está llegando a su fin, pero aún no ha concluido. Todavía se está a tiempo de lograr al menos diversidad social en su población. Es que aún no están definidos los usos de amplios terrenos que tiene el Estado (sobre una parte hay un litigio judicial) y que son apetecidos por grandes desarrolladores inmobiliarios que pretenden seguir construyendo con el perfil ya impuesto a la zona. El Concejo tiene aprobado un proyecto de María Fernanda Gigliani para que en una parte de esas tierras se levanten viviendas sociales con financiación pública destinado a sectores de clase media y que también serviría para dar respuesta a las familias que desde hace años se encuentran asentadas en esa zona sujeta a la nueva urbanización.
Es en parte una manera de llenar la palabra “progreso” con una pizca de otro significado.
FUENTE: Adrián Gerber – lacapital.com