En las pensiones del centro y el macrocentro de Rosario, como en la vida misma, se puede vivir, sobrevivir a la indigencia y hasta morir asesinada en medio de un mar de informalidades y negligencia, tal como ocurrió esta semana con la joven de 21 años, Melani Juárez, víctima de un nuevo y aberrante femicidio de los casi 30 que se registraron el año pasado en la provincia de Santa Fe.
La mayoría son casonas viejas, italianizantes, casi derruidas, opacas, húmedas, con piezas de techo alto y pocos muebles baratos donde se amontonan, sin registro alguno, personas de toda edad: historias de despojos, desocupación, enfermedad y violencia. Por todo eso junto y ante la falta de una vivienda, garantías y recibos de sueldo para alquilar, esas personas llegan a pagar desde 8 mil y hasta 15 mil pesos por una pieza.
Son conventillos que se resisten a fenecer a los ojos de funcionarios y vecinos; cuchitriles o piringundines, dice el tango, donde se mezclan soledades y voces, olor a cocina y baño.
¿Cuántas son? ¿Quiénes las habitan? ¿Quién las reglamenta y controla para que sean vivibles? La Capital intentó encontrar todas esas respuestas, recorrió distintos tipos de albergues y escuchó las historias de sus habitantes, en medio de un mapa más extenso, informal e irregular de lo que cualquiera podría imaginar.
Según la Dirección de Habilitación del municipio, hay 103 espacios de alquiler temporario, entre hospedajes y pensiones (68 casas), hostels (25) y alojamientos que funcionan como residencias estudiantiles (10). Una cifra mínima a la luz de una breve recorrida, solo por el casco céntrico de la ciudad y lo que señalan los vecinos al decir “eso es una pensión”. También muy menor a la que barajan en el área de Vivienda de la Oficina de Defensa del Consumidor.
“Dos de cada tres denuncias en cuanto a pensiones tienen que ver con espacios no habilitados por el municipio. Y llegan muchas denuncias por situaciones de hiper vulnerabilidad que terminan por vivir lugares no registrados, no les queda otra”
El archivo de La Capital destina una carpeta específica al tema “pensiones”. Sólo considerando las notas desde los 90 -década de fuerte rotura del tejido social- se cae en la cuenta que las pensiones superan el centenar y casi con las mismas características deplorables de habitabilidad del presente. Retratos de una novela negra, de reincidentes clausuras y desalojos, aunque varias reabrieron.
La pensión donde asesinaron a Melani, por ejemplo, está desde hace años situada en 9 de Julio 549 y fuentes de la investigación aseguran que había sido clausurada en 2016.
Es un lugar céntrico, comercial y poblado. Es una casona de 1912, según lo que se lee el lo alto del frente, y su estado es decrépito.
Junto a ella, en el 547 de la cuadra, hay una casona del mismo estilo donde vive desde hace años “un señor mayor, ex empleado municipal, cordial y culto”, informa una vecina a este diario, aunque es popularmente conocido en el barrio como un “acumulador compulsivo de basura que vive entre olores nauseabundos, come basura de los contenedores” y también alquila piezas.
“Hemos llamado varias veces al municipio para denunciar el estado de este lugar y ese hombre, pero nunca nadie dio una respuesta”, aseguró una mujer de la cuadra.
A los ingresos de ambas “pensiones” las une una herrumbrada marquesina y, la vista aérea desde una terraza lindante permite entrever que sus fondos llegan a mitad de manzana: la del hombre acumulador está “repleta de basura, bolsas de plástico, ratas y objetos de todo tipo”, detalla la vecina. Y la de la pensión donde vivía Melani no es una foto muy superadora de la anterior.
“No hay basura pero sí se ve a la gente viviendo de manera muy precaria. Muchos golpean mi puerta preguntando si es la pensión y yo les indico dónde es. En general es gente grande, sola, de la ciudad, de otras provincias, de otros países, trabajadores informales o desocupados. De cualquier lugar con la particularidad común de verse como desahuciada, desesperada, deprimida y que comenta que no pueden pagar un alquiler y no tienen dónde vivir. Aceptan entonces cualquier lugar donde buscar cobijo”, dice la mujer lejos de todo prejuicio y condena.
Mientras la mujer habla, desde la vereda de su casa, se vive esa escena en tiempo real.
“Hola, ¿saben dónde hay una pensión por acá?”, pregunta una ex enfermera jubilada que dice llamarse Mariel, vivir en Oliveros y tener necesidad de encontrar una pieza por no más de diez mil pesos para estar cerca de su hija que este año vendrá a Rosario a estudiar Derecho.
“Ella ya consiguió una pensión estudiantil donde alojarse. Vengo recorriendo pensiones porque para alquilar te piden depósitos que no puedo pagar; no encuentro nada para mí. ¿Esta que tal es?”, pregunta la mujer mirando con decepción el frente del lugar, donde hace apenas 72 horas sacaron el cuerpo sin vida de Melani. Toca el timbre de todos modos. Nadie la atiende.
Nada resiste un archivo
“Pensiones: la pobreza en el centro”, se titulaba una nota de La Capital de 1996, tras el derrumbe de una casona que funcionaba como hospedaje en Córdoba al 3200. En ese momento ya se aseguraba que no era “sencillo” escarbar en los registros de la Dirección General de Inspección cuántas pensiones había porque estaban anotadas por dirección pero no por rubro. Y extraoficialmente se calculaba que unas diez mil personas vivían en unas 3 mil habitaciones desparramadas en 500 pensiones y conventillos. Así lo calculaba el por entonces presidente de la Comisión de Planeamiento del Concejo, Oscar Urruty,
Ya en 2004, ni el panorama ni los títulos habían cambiado demasiado. Se lee: “Pensiones en pleno centro: un lugar donde soledad y pobreza se comparte”.
Las cifras de la cantidad de habitantes de esos hospedajes se extraía del último censo y desde el municipio se calculaba que existían apenas 10 residencias temporarias más que las de ahora: 140, en el radio céntrico.
¿La descripción de los lugares? Una replica del presente. Eso sí. Hace 18 años se pagaba por una pieza entre 130 y 240 pesos, con impuestos incluidos. Casi un alquiler barato de ese momento, en un espacio donde 14 habitaciones compartían un solo baño.
Hoy, cuando una familia necesita como mínimo 76.177 pesos para alcanzar la canasta básica total y casi 33 mil pesos para no caer en la indigencia, el salario mínimo es desde diciembre de 32 mil. Un monto que no cubre la canasta ni sobra para pagar el alquiler, según la reciente publicación del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).
Algo de eso explica Alan, de 30 años y oriundo de Gálvez, desde la puerta de una pensión ubicada por calle Maipú, en la zona de relojerías y relojeros. Paga poco más de 8 mil pesos y eso incluye luz, wi fi, gas e internet.
“Gano 40 mil pesos como empleado, no puedo pagar el alquiler de un departamento y el transporte para ir a trabajar del centro a zona oeste. Me muevo en bicicleta. Mi suerte es que esta pensión es limpia, impecable: acá no hay ruido, es segura, nadie te roba como en otras, no entra cualquiera. Somo una familia de estudiantes y trabajadores, la mayoría mujeres”, dice el joven mientras muestra un video que filmó de su habitación hace pocos días.
Es un espacio colorido, aireado, con un lugar para comer y uno para trabajar, que confluye en un hermoso patio antiguo limitado por un gran ventanal art nouveau. Una excepción a la regla, que incluye cobertura médica y fumigación.
En Santa Fe 2249 hay una casona del mismo estilo que las anteriores. Con un frente blanco, cuidado, de puertas de madera altísimas con un cartel donde se lee “Residencia El cisne” y balcones con cortinas, donde se dejan ver macetas, baldes y ropa tendida sobre una silla. Responde al timbre un hombre que dice tener dos hijos y estar apurado por terminar de cocinar.
“Pago 16 mil pesos, trabajo, comparto baño, está bien la pensión, pero no puedo hablar más y te dejo porque se me quema la cebolla”, se excusa antes de cerrar.
Sin embargo, una mujer que vivió allí, un señor que atiende en un comercio lindero y vecinos de un edificio ubicado enfrente, en la vereda de los pares, coinciden en decir que la residencia “más que cisne parece El Patito Feo”.
“Acá vienen del psiquiátrico (N. de la R.: Hospital de Salud Mental Agudo Avila) los que mejor están, pero corre mucho alcohol, droga, gritos y peleas: me alojé con mis nenitos unos días en la habitación que da a la calle, la que tiene el aire acondicionado, estaba bien y hasta tenía allí una pequeña heladera, pero me robaban la ropa del tender que lavaba a mano en el baño y a una muchacha que residía allí le faltó la bicicleta. No es un lugar muy seguro ni tampoco lindo para vivir por mucho tiempo con criaturas”, evalúa una mujer que prefiere como la mayoría que da testimonio no develar su identidad.
Ya en 2018, otra nota del archivo del diario da cuenta de la informalidad de las pensiones. “Clausura por tercera vez una pensión trucha en pleno centro”. Se publicó en agosto de ese año y refería a la ubicada en San Martín 1665, un sitio donde los baños no tenían agua potable, ni gas ni medidores de energía pero aún así vivía una mujer con sus cinco hijos, a quienes le habían usurpado a tiros la casa.
Entre el hotel y la calle
La provincia desde su Ministerio de Desarrollo Social ha alojado históricamente a personas con distintas problemáticas (relacionadas con la protección a testigos, la infancia o la violencia de género, entre otras) en pensiones y hoteles.
Incluso alojó a adolescentes a quienes derivó a espacios como el polémico Instituto de Educación Musical, de San Juan 764-786, que funcionaba como centro de alojamiento transitorio bajo la órbita de la Dirección Provincial Niñez, Adolescencia y Familia, hasta que la ex sub directora provincial Alejandra Fedele denunció que un celador de la repartición había abusado sexualmente de una adolescente de 11 años, que estaba bajo su cuidado en 2015.
Fedele renunció a su cargo en agosto de 2021 por supuesta desfinanciación de la repartición pero es un secreto a voces que la ex funcionaria tenía marcadas diferencias contra la directora del organismo, Patricia Virgilio, ante las desprolijidades que demoraron la denuncia del caso. Curiosa y lamentablemente, tras cinco meses de que el sillón de Fedele quedara vacío nadie ocupa el puesto en Niñez.
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En tanto, desde el municipio sostienen que se cuenta con recursos para dar alojamiento temporario a personas en situación de calle y según el secretario de Desarrollo Humano y Hábitat, Nicolás Gianelloni, esa red se amplió en esta gestión y en el marco de la pandemia y se sostiene, menos, pero no solo en invierno sino con el insoportable calor estival.
“Los hospedajes, refugios y hoteles son temporales y buscan dar respuesta a las crítica situación de contingencia de la población: mujeres con sus hijos que sufren violencia de género, personas en situación de calle -jóvenes, adultos mayores, sin lazos familia, con problemas psiquiátricos y consumo problemático- y para ellos compartimos con otras reparticiones (Emergencia Habitacional, Salud, Género y Servicio Público de la Vivienda, entre otras) un fondo de 36 millones de pesos para otorgar subsidios”, dice el funcionario al referirse a la red de contención a la que apela el municipio.
Entre los hoteles que funcionan como pensiones están el Callao (a pocos metros de la Estación Rosario Norte, corazón de barrio Pichincha, en Callao 117 bis) y el Bahía, de Maipú 1262.
De una veintena de habitaciones pequeñas y sencillas cada uno, estos hoteles alojan fundamentalmente a mujeres con hijos. Dos de ellas, Noelia y Clara, residentes por estos días en el Callao dialogaron con La Capital. Aseguraron que sus vidas, de problemáticas extremas y junto a su prole a cuestas, es allí o directamente “en la calle”.
Por eso dicen que se aguantan que les corten el agua a la mañana para que no rebalse el tanque del hotel, según les dicen, y que sólo puedan prender el aire a partir de las 20, aunque el termómetro marque más de 40 grados, laven la ropa de ellas y sus chicos en la minúscula pileta del baño y coman viandas “no siempre en perfecto estado de conservación”, según dijeron.
“A mí me desalojaron en noviembre de la casa que alquilaba en Virasoro y Avellaneda. La dueña la vendía. Me quedé en la calle porque mis padres murieron, ambos de Covid, en los últimos seis meses. Dejé mis muebles a una vecina que me está pidiendo ahora que se los lleve porque necesita meter el auto en el garage. Dormí en la terminal de ómnibus con mis dos chicos hasta que el tercer día una mujer me vio y me dijo que vaya a l a Municipalidad. Me consiguieron este lugar, me piden que vaya buscando otra cosa pero no tengo dónde ir”, llora la mujer de 31 años, sin pareja y madre de Thiago, un adolescente de 14 años, con síndrome de down y problemas cardíacos e Isaías, de 12.
Noelia cobra 17 mil pesos por la pensión de su nene mayor, cocina sándwiches de miga y vende algo de ropa. Ni piensa en la posibilidad de poder alquilar algo alternativo. Prácticamente vive adentro de su habitación con una cucheta y una cama de una plaza y confiesa que llora “todo el día”.
Clara desde hace tres años vive con su pareja y sus dos hijitos pequeños prácticamente en la calle: un banco en la coqueta y céntrica plaza San Martín es su refugio . Ya fue parte de una nota y una foto de La Capital, en ese mismo lugar, en abril del año pasado. Allí está todas las tardes junto a su pareja, Milton, que lava y cuida autos.
Ahora temporariamente duerme con los chicos en el Callao. Dice que también le pidieron desde el municipio que se vaya buscando algo, pero cobra solo 8 mil pesos por sus dos chiquitos en el marco de la Asignación Universal por Hijo.
“En una oportunidad me hospedé en una pensión de Rioja y Moreno y limpiaba la pensión, entonces me rebajaron el alquiler de 9.500 a 9.000 pesos, pero como el dueño me pidió otros servicios para rebajarme más, me fui. Ahora estoy acá y en la plaza, haga frio o calor y con los chicos, no los dejo en ningún lado ni a palos”, dice la mujer de 21 años, que no para de sonreír, y mira a Yahir, de 2 años y a Alma, de 1, nenes sin casa y de la pandemia que ya saludan a todos con sus pequeños puños.
FUENTE: Laura Vilche – www.lacapital.com.ar