Hace unos cien años dejamos de escupir en el suelo, hace unos cuarenta se generalizó el uso del preservativo, hace solo veinte que dejamos de fumar en aviones, quince en restaurantes, hace diez años nos quitamos cinturones y zapatos en aeropuertos; cada día damos más datos y nos entregamos al reconocimiento facial, a ser filmados y monitoreados, a recibir publicidad personalizada.
Desde hace 80 días estamos confinados, no nos acercamos, no nos tocamos, no nos besamos. Podemos cambiar formas de comportamiento rápidamente. Es doloroso, pero podemos. Pero no podemos cambiar la ciudad entera, por más doloroso que sea. El cambio urbano es siempre lento, y es parcial.
Estamos atravesando una gran crisis, por lo que es natural suponer que será un punto significativo en la historia moderna. Ya sea que se verifiquen las ideas sobre la aceleración de la historia de Richard Haas, o que el mundo que viene sufra un fuerte cambio de dirección, como predice Slavoj Zizek; o bien que el control de datos sea la base de un nuevo autoritarismo, como alerta Byung-Chul Han; qué hacer con nuestras ciudades, más allá de la emergencia, es un problema que nos concierne a todos. Y en nuestro caso nos ocupa el AMBA.
La ciudad densa, presentada por décadas como sustentable, está hoy en cuestión por su capacidad de diseminación del Covid-19. Aún así, frente a toda propuesta antiurbana, coincidimos con Juli Herrera en que, “por diversos motivos, parece que la ciudad densa deberá ser el objeto de trabajo en los próximos años. El abandono de la ciudad y la expansión homogénea semirrural se presenta como una utopía antiecológica y de imposible realización dado el parque construido”.
Más allá de toda reacción poética, de la paliativa búsqueda tecnológica, más allá de las acciones de contingencia, más allá de toda especulación sobre el futuro del teletrabajo y, sobre todo, fuera de cualquier predicción pos pandemia, ya era ineludible, y ahora es urgente, tomar decisiones y revisar nuestras ideas sobre la forma de vivir; sobre la desigualdad en el territorio, sobre el carácter del espacio público, sobre la distribución de las densidades, el transporte, los servicios, la vivienda, el uso del suelo, la (supuesta) integración de villas y barrios marginales.
Es que, aun entre quienes sostenemos la idea de ciudad densa y pensamos en una ciudad caminable, renombrada como la ciudad de los 15 minutos, de cercanías y policéntrica, surgen dudas como las de Richard Sennet, quien “teme que la ciudad sana que demanda la pandemia sea incompatible con la ciudad que se basa en la concentración y densificación de los transportes colectivos”.
En Buenos Aires, el debate sobre la ciudad de tamaño y densidad controlados comenzó por 1870. Ya en 1931 Walter Hegemann propuso que Buenos Aires fuera pequeña, equilibrada, con una periferia separada por áreas verdes: la idea de forma y centro de mando de la producción rural. Pero las cosas sucedieron de otra manera y hoy, cualquier añoranza por un supuesto pasado homogéneo y controlado de Buenos Aires resulta una utopía regresiva.
Casi cien años después de aquellas propuestas, la ciudad creció determinada por la fragmentación, la privatización y la discontinuidad: la identidad barrial, la calle como espacio público, la seguridad urbana, la sociabilidad, las políticas de vivienda son bienes perdidos hace tiempo.
Si bien la ciudad fragmentada es una condición inherente al crecimiento desigual, puede ser pensada como totalidad e intervenida por partes. Creemos en efecto que hay una posibilidad de mejorar la ciudad y sus flujos. ¿Cómo? Actuando articuladamente sobre su “borde” en sentido amplio.
La fragmentación ha sido descripta como la división progresiva de un hábitat relativamente continuo, en un conjunto de fragmentos aislados y de menor tamaño, embebidos en un hábitat degradado respecto del original. Desfragmentar es poner contiguas las diversas partes, usar de un modo más eficiente el espacio libre, otorgar mayor velocidad a los flujos.
La desfragmentación de hábitats es uno de los campos más desarrollados en la biología de la biodiversidad. Desfragmentar es, para nosotros, trabajar la ciudad por partes, solucionar problemas puntuales, pensar en nuevas infraestructuras, poner en valor las obsoletas. Ello exige un pensamiento renovado sobre la relación entre lo público y lo privado en el que las fronteras se desvanecen e interconectan.
¿De qué se trata nuestra propuesta? ¿Por qué es la oportunidad de intervenir? ¿Cuál es la operación de desfragmentación que imaginamos? Trabajar sobre el “borde” entre la CABA y el conurbano con una nueva mirada integradora.
Nunca antes quizás hubo una conciencia, aunque trágica, de que el AMBA es una y de que son tantas. Conciencia de su unidad y diferencias, de su continuidad y diversidad, de la interdependencia de zonas, infraestructuras, flujos, sectores sociales, calidades de vida, potencialidades.
Nunca antes estuvimos tan cerca de poder pensar la metrópolis en su conjunto, en su problemática común y en sus infinitas particularidades. Cuestiones como la descentralización, por ejemplo, no pueden reducirse a las comunas porteñas, es un desafío para el extenso y denso territorio metropolitano.
Hasta ahora, cuando pensamos en el “borde”, “río”, General Paz y Riachuelo, lo asociamos con la idea de cierre, de deslinde, de separación, de control, de frontera, de línea fija e inmutable, catastral. Pero si lo pensamos en conjunto y con espesor, a un lado y otro de la línea, como “desBorde”, como estado intermedio, difuso, de dimensiones variables y capacidades diversas, podríamos empezar a descomprimir graves conflictos urbanos.
Podemos operar, sobre la extensa zona que llamamos “borde”, con una suma de intervenciones que rompa con la fragmentación entre Capital y municipios linderos, interviniendo sobre Riachuelo, la General Paz, el río y sus áreas aledañas a ambos lados, de modo tal que el automóvil entre menos a la ciudad más densa, que el transporte público se descomprima y la red vial atenúe su carácter centrípeto.
Que se generen nuevas centralidades y posibilitemos una ciudad de cercanía en zonas hoy no equipadas, que descomprima la presión cotidiana sobre el centro urbano y que ofrezca a la metrópolis una extensa zona fuelle que desmonte gradualmente el concepto de ciudad tentacular y dependiente de un centro.
Los cambios que requiere la ciudad no se hacen en ochenta días. Pero en algún momento deben comenzar. Y para eso hay que seguir trabajando en forma conjunta, no solo política sino técnicamente con la comunidad, hay que pensar en la totalidad y en el largo plazo, hay que dejar de vender tierras públicas y usarlas para resolver problemas públicos.
No es imaginar una huida hacia el campo, sino la acción del Estado y los diversos actores sobre la tierra y el espacio público, la que asegurará la sustentabilidad urbana y la necesaria renovación del Área Metropolitana de Buenos Aires.
FUENTE: Pablo Pschepiurca – www.clarin.com