Cuenta la historia que un artesano italiano bajó del barco hace más de un siglo con algo más que un sueño de inmigrante bajo el brazo: tenía ganas de abrir un negocio y talento para cortar, pulir y tornear marfil. Esa aptitud haría sobrevivir su apellido 124 años en Casa Zanzi, la tienda de billares, ajedrez y juegos de salón y de mesa que este jueves estrena placa de Sitio de Interés Cultural de la Ciudad.
El local de Antonio Zanzi ya había sido declarado “Patrimonio vivo de la memoria ciudadana” por el Museo de la Ciudad. Pero esta distinción de la Legislatura porteña, impulsada por Matías López (Vamos Juntos), es diferente. Habla de una tienda que no es solo guardiana del pasado sino también sede de un ritual presente. El de entrar, recorrer los pasillos, oler la fragancia de cada juego -madera, felpa, metal-, viajar con la mente, usarla para jugar.
“Hay gente que se cruza toda la Ciudad para venir. Incluso tenemos clientes de Brasil, Chile, Paraguay. Algunos que llegan desde Uruguay con una lista porque saben que acá van a encontrar todo lo que buscan. Hasta vendimos metegoles a Bélgica”, cuenta Marcelo Carabajal, experto en naipes y esposo de Adriana Turolla, la sobrina bisnieta de Antonio Zanzi. Ambos administran hoy el negocio y reciben a Clarín el día en que descubren la placa distintiva.
Pero la historia arrancó mucho antes, el 18 de septiembre de 1898, cuando un joven Antonio abrió la fábrica de billares La Progresista en Talcahuano 237 y 241, a una cuadra del local actual. Sus productos se instalaron en cafés, clubes y confiterías no solo porteños sino también de Córdoba, Santa Fe, Salta y Tucumán. El relato marca que fue la primera casa de mesas y artículos de billar de América del Sur, y la más grande y mejor surtida de la Argentina.
En 1923 su sobrina Elvira, la abuela de Adriana, se haría cargo del comercio, que al año siguiente mudó a la vuelta, en Sarmiento y Libertad. Más de ocho décadas de exposición de juegos pasaron por esa esquina vidriada. En el medio, fue sumando croquet, tejo, sapo, bochas. Pero la fábrica finalmente cerró: era muy difícil conseguir mano de obra capacitada para elaborar esos productos, algo que afecta al rubro hasta hoy.
“Aunque tenemos de todo, es muy difícil conseguir proveedores de bolilleros, tableros plegables de ajedrez, mesas para cartas de bridge o póker. Al fallecer quien los hace, sus hijos no quieren seguir y todo eso se pierde”, lamenta Turolla.
En 2006, la tienda se mudó a su ubicación actual, en Talcahuano 364. Un local de 30 metros de fondo que intentan aprovechar al máximo para mostrar todo lo que tienen. Billar y pool, sí, pero también 40 modelos de ajedrez; legos, autos de juguete y muñecas para los más chicos; buracos; rompecabezas; ruletas; juegos de cartas, de mesa, temáticos y de escape.
Valiosas piezas dignas de museo
En Casa Zanzi también hay objetos dignos de museo, como tableros de ouija de los años cuarenta y cincuenta, 1.600 antiguos mazos de naipes, o dados cuadrados o redondos de marfil, madera, hueso o metal.
Incluso poseen un preciado souvenir, el caballo de ajedrez firmado por el pintor Carlos Páez Vilaró. “Tenemos hasta dos juegos de ajedrez Staunton de la fábrica Jaques of London comprados en 1930”, agrega Carabajal.
Los juegos de esa época de esta fábrica fundada en Londres, Inglaterra, ya no se consiguen. Sus instalaciones fueron bombardeadas por la fuerza aérea de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Es que dentro de sus piezas de ajedrez la inteligencia militar británica enviaba microscópicos mapas, documentos y brújulas a los prisioneros de guerra de su país y de los Estados Unidos. Jaques of London tuvo que construir otra fábrica, primero en Surrey y más adelante se mudó a Kent, donde sigue hasta hoy.
Tamaño acervo ajedrecístico tienen en Zanzi que la casa fue visitada por grandes maestros como Bobby Fischer y Tigran Petrosian. También pasaron famosos de otros rubros: China Zorrilla, Marcelo Tinelli, Daniel Pasarella, Pato Fillol, Andrea del Boca, Juan Carlos Pallarols, Daniel Tinayre, Lucho Avilés.
Pero lo que más enorgullece a Turolla y Carabajal es la variedad y permanencia de sus clientes, sean o no célebres. El perdido que vaga entre góndolas, el introvertido ajedrecista, el canchero jugador de póker, el apático aficionado al billar.
“No dejamos de ser una juguetería familiar. Los abuelos traen a sus nietos. Los padres traen a sus hijos. Y cuando alguien entra acá a trabajar compartimos comida, vivencias, todo”, remarca Carabajal. Cuatro generaciones de vendedores, cinco de clientes y algo en común: el interés -desde ahora cultural- de jugar.
FUENTE: Karina Niebla – www.clarin.com