El verde fresco contrasta con la piedra esculpida. Hay rosas, salpicadas como gotas de colores. Y hay silencio. Con eso sobra para tentarse y visitar el jardín principal de la Casa Museo de Ricardo Rojas (1926). Un páramo en el corazón de la Ciudad de Buenos Aires, a metros del trajín de Recoleta.
Pero la casona ofrece incluso más que relax. Es una de los pocas de estilo neocolonial en Capital. Las otras son la sede del Museo de Arte Español Enrique Larreta (1896, reformada en 1916), de Belgrano -cuyo jardín andaluz, con senderos laberínticos, fuentes, mayólicas de cuento, palmeras y árboles centenarios es uno de los hispano-musulmanes más importantes de Sudamérica-; el Palacio Noel (1922), actual sede del Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, en Retiro, y la Casa Museo de Rogelio Yrurtia (1922), también en Belgrano. No más.
La antigua vivienda de Rojas -autor de El Santo de la Espada, 1933, sobre San Martín- tiene imanes diversos. Entre ellos, sirenas que tocan charangos. Sí, talladas sobre el imponente frontispicio del patio, que replica al del Convento de los Dominicos edificado en el siglo XVII en Arequipa, Perú, hay representaciones de sirenas que tocan charangos. Y quizá esas sean unas de las mejores imágenes para resumir la idea sobre la que se construyó el lugar: “La reinvención de la tradición nacional como una fusión de elementos indígenas e hispánicos”, según explica la investigadora italiana Amanda Salvioni en el ensayo De lo inmaterial literario al monumento arquitectónico: la Casa-Museo de Rojas.
Es que para Rojas las culturas precolombinas y la colonial eran los legados que había que valorar frente a las otras influencias que recibía Buenos Aires, por entonces, por los años ‘20, cuando era una metrópolis flamante, cada vez más cosmopolita. Así lo señaló en su obra Eurindia (1924, término que inventó al unir “Europa” e “Indias”). Y le pidió al arquitecto Ángel Guido -autor del Monumento Nacional a la Bandera de Rosario (1957), junto con el arquitecto Alejandro Bustillo y artistas-, que lo plasmara. Por eso, para muchos, esta es una casa-manifiesto.
Rojas compró el terreno para el caserón con ayuda de su hermano y financió la construcción con plata que obtuvo al ganar premios -sus ocho tomos de Historia de la literatura argentina recibieron el Nacional de Letras, por ejemplo- y con un préstamo del Banco Hipotecario. Lo habitó entre 1929 y 1957 junto a esposa Julieta Quinteros y por su pedido expreso, cuando él falleció, ella la donó al Estado, con parte de sus libros y otras pertenencias. En 1958 nacía el Museo.
El gran patio encanta. Se vuelve. Es que su simbología parece infinita. Una fuente evoca ecos de la influencia musulmana en el sur de España medieval. Las columnas de la galería, herencia griega. Su decoración, con rostros del inca y maíz, legado indígena. Y los ángeles, católico.
Hay más, distinto. El frente del caserón, por ejemplo, remite a la Casa de Tucumán, donde se proclamó la independencia en 1816, dado que Rojas nació en esa provincia y contó que de chico jugaba en el fondo de ese lugar.
Pero, más allá de todo eso, más allá incluso de las sirenas con charangos, de esas increíbles imágenes paganas acriolladas, el patio principal de su casona se propone como un rinconcito céntrico, en Charcas 2837, donde los pájaros se imponen a los bocinazos.
FUENTE: www.clarin.com