Se despereza el Palacio San Martín y abre sus puertas para las visitas guiadas. Pausadas debido a la pandemia de coronavirus, después de casi un año y medio, la sede ceremonial del Ministerio de Relaciones Exteriores permitirá el acceso al público sólo martes y jueves, en dos horarios: 11 y 16. Inicialmente demandará mucha paciencia por parte de los interesados porque las visitas se realizarán con grupos limitados. Pero la historia, la arquitectura y las particularidades de esta residencia valen la pena. Muchos lo consideran la construcción palaciega más bella de la Ciudad.
En su origen -inaugurado en 1916- el palacio fue encargado por Mercedes Castellanos de Anchorena al arquitecto noruego Alejandro Christophersen, que también construyó hospitales, escuelas e incluso el Café Tortoni. En rigor, se trata de tres viviendas; allí Mercedes planeaba vivir con sus hijos, Aarón, Emilio y Enrique (los únicos tres sobrevivientes de un total de 11). Las casas tienen entradas independientes, pero se encuentran unidas por una galería a la altura del primer piso.
En la casa uno, sobre la esquina de Esmeralda y Arenales, vivió Mercedes con su hijo soltero Aaron; sí, el Aaron del mito urbano, el que cuenta que él y Corina Kavanagh se enamoraron, pero como Mercedes no aprobó la relación, la construcción del edificio Kavanagh fue una venganza de Corina, que tapó las visuales de la Basílica del Santísimo Sacramento, cuya construcción también había financiado doña Mercedes.
Pese a la grandilocuencia del edificio, vivieron en él muy pocos años. Para la década del 30 -y debido a la gran crisis económica mundial- lo pusieron en venta. Antes hicieron un gran remate, en donde vendieron parte del mobiliario. Lo que no se vendió fue donado por la familia y aún se puede ver en los salones: biombos, arañas, relojes, muebles. En 1936 fue adquirido por el Estado Nacional; ese mismo año el canciller Carlos Saavedra Lamas fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, entre otras cosas, por haber sido mediador para finalizar la Guerra del Chaco, que enfrentó a Paraguay y Bolivia.
Como en todas las construcciones de este tipo, los salones tienen “puertas secretas”. Se alcanzan a distinguir en el empapelado o en la boiserie. Pero claro que no son secretas. Eran las puertas que usaba el personal que trabajaba en la casa y a través de ellas ingresaban hacia pasillos que no se veían y que se conocen como “pasillos de servidumbre”. En algunos palacios, fueron desapareciendo con las reformas o las restauraciones, pero no es este el caso, ya que se conserva la gran mayoría.
Una de las más curiosas está en la biblioteca de la tercera casa, calada sobre lomos de libros falsos.
Y cada casa mantiene también sus relojes mecánicos; hay cuatro -tres de ellos, franceses- y son puestos en hora cada semana por el relojero oficial del Palacio San Martín, Jorge Campos. Quien además realiza el mantenimiento técnico manual de las piezas que se van desgastando y que ya no se fabrican.
En pandemia
Como el edificio se encuentra en pleno funcionamiento, con reuniones y actividades diplomáticas, puede ocurrir que algunos salones o pisos se encuentren cerrados, inaccesibles para que el público pueda visitarlo. Y lamentablemente uno de los sitios que raramente se encuentra accesible es el jardín: un pequeño pulmón verde, frondoso y muy silencioso. Al menos puede ser visto desde varios salones y especialmente desde el salón fumador de los caballeros, en donde luce un bow window de hierro fabricado en el país. Los autores fueron los inmigrantes italianos Zamboni, que fueron los herreros más destacados de la época.
Casi llegando a la esquina de Arenales y Basavilbaso, hay un tercer salón -en este caso, pensado para las damas- con vistas hacia la plaza. Por supuesto, vistas hoy recortadas por las construcciones, pero que en su origen permitían ver todo este espacio verde. Se dice que por este motivo los jardines no son tan importantes, justamente porque la Plaza San Martín oficiaba casi de jardín privado.
La visita por la residencia es de alrededor de una hora. Desiree Chaure es responsable del museo y le cuenta a Clarín todos los detalles de cómo vivía la familia Anchorena en este palacio, pero además cómo es el funcionamiento de esta sede ceremonial y de las exhibiciones, que son parte esencial del paseo.
Por ejemplo, los obsequios de cortesía que reciben los funcionarios: “Cada vez que hay una reunión diplomática se entregan obsequios que tienen que ver con la economía y la cultura de los países. Ahora están exhibidos los regalos que hicieron Kuwait -cuyo comercio se basa en la pesca, por eso es una barca tradicional bañada en oro- y Marruecos, un portal similar a los que se encuentran en los mercados de ese país. Desde 2016, los obsequios que superen los $ 6.000 son parte del patrimonio nacional, ya no quedan en manos de los funcionarios. Por eso contamos con un recambio constante. Además, se reciben muchas donaciones de ex diplomáticos y también de sus familias”, contó.
Justamente a través de una donación, llegó al Taller de Conservación del Museo una levita de uniforme diplomático de 1850. Aunque inaccesible para el público en general, el taller se encuentra en la mansarda de la casa tres. Allí trabaja Victoria Zucchi Satué, restauradora del taller de conservación del museo. “Para conocer cómo está confeccionado, se realizó un proceso de documentación con análisis de fibras que determinó que se trata de fibras naturales, seda, lana y algodón. Mientras que los emparchados son aleaciones, suelen ser de oro mezclado con otros metales, había hasta 60 aleaciones diferentes que se utilizaban en la época. Estamos trabajando en la consolidación del raso de la cola, porque estaba muy deteriorado, creemos que incluso pudo haber sido raído por roedores”, cuenta Zucchi Satué.
La levita perteneció a Francisco Astengo, un diplomático italiano. “Sabemos que el traje se hizo en Europa, no tenemos precisión sobre el país en dónde se confeccionó, pero es muy diferente al que se realizaba en nuestro país. Es el más antiguo que fue hallado. Lo tenía su familia y lo donó una bisnieta”, contó la restauradora.
Un imperdible
La exposición actual del Museo exhibe piezas que se usaron durante las campañas de demarcación de los límites del país. “Desde 1880 hasta 1930 se enviaron expediciones con geólogos, ingenieros, biólogos, fotógrafos, dibujantes. Tomaban todas las medidas del terreno y luego en Cancillería, los dos países, firmaban los acuerdos limítrofes. Y una vez que se firmaba el acuerdo, se colocaba un hito. Los hitos aún se conservan, se pueden ver en la Cordillera de Los Andes”, cuenta Desiree. Hay fotos antiguas pero también instrumentos que se usaron en aquellos momentos; también se encuentran los baúles antiguos que se cargaban sobre los lomos de las mulas con todo el instrumental.
Visita con turno previo
No es posible ingresar sin hacer una reserva previa. Hay que escribir al siguiente mail: museo.diplomacia@cancilleria.gob.ar o llamar a los teléfonos: 4819-7000, internos 7269 y 8242.
FUENTE: Silvia Gómez – www.clarin.com