En la avenida Rivadavia 2031, en pleno barrio de Balvanera, un particular edificio de planta baja y tres pisos se levanta con módica majestuosidad. En medio del bullicio del tránsito y con la aceleración cotidiana, pocos transeúntes se detienen a observar esta perla arquitectónica, conocida como el Palacio de los Lirios, una soberbia muestra de la huella que dejó el Art Nouveau en la ciudad de Buenos Aires.
Además de su color arena poco común, el palacio en cuestión tiene dos rasgos atractivos por su singularidad y belleza: el primero, las curvas de su fachada, expresadas en sus balcones con barandas de hierro trabajadas, en los vanos de las ventanas y en el semicírculo central que asoma del primero al tercer piso. El segundo rasgo son los lirios en relieve que ornamentan su frente al extender sus tallos, hojas y pétalos a lo ancho y a lo largo del edificio, con ondulada gracia.
El lirio es un motivo característico del Art Nouveau de Bélgica. Huelga decirlo, pero es debido a estas flores de la familia de las iridáceas, que se elevan entre las ventanas y hasta parecen sostener la base de los balcones, que esta pequeña maravilla urbana lleva su nombre.
Marcas gaudianas
“Este edificio es realmente una joya de la elegancia, del refinamiento y de la expresión de la naturaleza – indica Juan Carlos Willy Pastrana, Presidente de la Asociación Art Nouveau de Buenos Aires-. Se dice que su constructor, el ingeniero Eduardo Rodríguez Ortega (1831-1938), era admirador de Antonio Gaudí, gran exponente del modernismo catalán, que es una de las variantes del Art Nouveau. Por eso el edificio tiene toques gaudianos”.
“Las curvas del Palacio, excepcionalmente realizadas en los balcones, son típicas del estilo de Gaudí, pero la decoración es más bien francesa. Si bien ambas características corresponden al Art Nouveau, la seña particular de ese estilo en Buenos Aires es la mezcla, el eclecticismo”, agrega Pastrana.
“Mi abuelo se recibió de ingeniero civil en Berlín, Alemania – señala Eduardo Rodríguez Ortega, nieto y homónimo del constructor del edificio de los Lirios -, hizo muchas cosas allí y estuvo mucho tiempo en Europa. No estoy seguro de que haya conocido a Gaudí, pero sí pudo recibir influencia del modernismo catalán”.
“En términos arquitectónicos, la fachada es orgánica, lo que significa que tiene su inspiración en la naturaleza, con las flores, el movimiento y las ondulaciones”, dice Rodolfo Liechteinstein, arquitecto e investigador que organiza recorridos urbanos y culturales con su empresa Arquiviajes Buenos Aires.
Como otro detalle visual imperdible, en el coronamiento del edificio, en el centro y lo más alto del frente, asoma imponente la cabeza de un hombre barbado, con sus cabellos alargándose hacia los costados formando la baranda de la azotea. Según algunas versiones, se trata de la testa de Eolo, el dios del viento. Según otras, es Neptuno, señor de los mares. En ambos casos, la imagen “representa el viento, la libertad, la búsqueda de algo nuevo”, de acuerdo a la apreciación de Liechteinstein.
La huella del Art Nouveau en Buenos Aires
“El art Nouveau surge en Gran Bretaña, después Bélgica y se extiende al mundo entre 1895 y 1920. Vino a romper con las escuelas tradicionales. Acá en Buenos Aires se impuso en los nuevos inmigrantes que querían destacarse – dice Pastrana -. La galería Güemes, la Casa Calise, el Molino, fueron todos hechos como símbolo de progreso y prosperidad”.
El Palacio de los Lirios fue construido entre 1903 y 1905, y se encuentra fuera del circuito de los palacios más elegantes y lujosos de la ciudad. “En esos tiempos la avenida Rivadavia era el Camino real del Oeste, y el crecimiento urbano de Buenos Aires era hacia la zona de Balvanera. La clase media capitalista empezaba a construir en esta área edificios que rompían con la escuela clásica francesa”, señala Liechsteinstein.
Este pequeño Palacio se diseñó como tantos otros de la época: una planta baja para locales comerciales, los dos primeros pisos para rentar – dos departamentos por piso -, y el tercero para residencia de la familia dueña del inmueble. Miguel Capurro fue en este caso el que encargó la construcción. “Era un empresario relacionado con lo textil y con la industria del vino, un millonario que no invertía en educación, pero sí en ladrillos”, dice Liechteinsten.
Quizás a causa de la calidad de nuevos ricos de los que hacían construir estos edificios, el Art Nouveau era considerado por las elites porteñas de la época como “algo superfluo, o lo que hoy diríamos grasa”, señala Pastrana. “La nueva clase media burguesa no tenía los gustos educados a la manera de la clase alta de Buenos Aires – dice Liechteinstein –, de algún modo encargaban esos edificios a modo contestatario”.
Pero estas disquisiciones sociológicas tan propias de los argentinos no detuvieron el avance de este estilo en la ciudad. “Buenos Aires cuenta con 300 edificios con esas características arquitectónicas, 75 de ellos de alta calidad. Por eso, es considerada la capital americana del Art Nouveau”, asegura Pastrana.
De hecho, a pocos metros de los Lirios, en la esquina de Rivadavia y Ayacucho, el propio Rodríguez Ortega realizó otro llamativo edificio con ese mismo estilo en el año 1914. El nieto del constructor asegura que se trata de “la primera edificación de Buenos Aires hecha con hormigón armado, que mi abuelo trajo de Europa”.
Entre la construcción y el arte
El Palacio de los Lirios cuenta con un nivel integral de protección por parte del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Es uno de los emblemas de una época de oro de la construcción en la ciudad, donde no se reparaba en gastos a la hora de levantar un edificio.
“Los que hicieron las flores del frente eran escultores – dice Pastrana – y las barandas de los balcones y la decoración de la puerta – todas de hierro- fueron hechas por herreros que venían de Italia, donde se encontraba la mejor escuela de herrería del mundo”. Se traían arquitectos y artistas de Europa para que trabajasen en estas edificaciones.
De hecho, el arte de los hierros de los balcones, y de la imponente puerta de acceso – de alrededor de cuatro metros de alto -, donde las hojas de lirio parecen describir movimientos ondulatorios, constituye una de las mayores exquisiteces estéticas de este particular palacio.
Entre fines de siglo XIX y la primera Guerra Mundial se levantaron en Buenos Aires unas 220 mansiones. “Fue una época récord para la construcción, en cantidad y calidad”, señala Lichteinstein. Específicamente, para el Art Nouveau se requería una manera de construir tan artesanal y por ende con costos tan altos que era muy difícil que durara mucho tiempo.
Como dato curioso, puede agregarse que el propio constructor del Palacio, Rodríguez Ortega, estuvo a punto de mudarse allí en el año 1938. “La idea era vivir en un departamento del segundo piso, pero mi abuelo murió antes de que a los inquilinos de entonces se les venciera el contrato”, dice su nieto Eduardo.
Para finalizar el recorrido visual del Palacio de los Lirios – donde lo más llamativo pasa sin dudas por su fachada -, Willy Pastrana señala que el material con el que se construyó el frente se llama piedra París, y es una copia de la piedra sólida que se usaba en Europa.
El Presidente de la Asociación Art Nouveau de Buenos Aires agrega que en lo alto de la fachada apenas por debajo de la baranda de la terraza donde impera Eolo – o Neptuno – hay una guarda de flores, pero no de lirios, sino de orquídeas del género clatella. “Las características de todas estas flores de la fachada es que son una réplica exacta de las reales. Un botánico las ve y te dice: ‘Si, son perfectas’”.
Con su particular belleza, el Palacio de los Lirios es una de esas joyas que Buenos Aires oculta, sutilmente, frente a la vista de todos.
FUENTE: Germán Wille – www.lanacion.com.ar