En materia de patrimonio cultural, el quid de la cuestión radica en la disyuntiva entre protección versus desarrollo urbano, pero atención: en los grises de este asunto se halla el equilibrio.
La Ciudad de Buenos Aires cuenta con un valioso legado patrimonial que no es otra cosa que su memoria de ladrillo, su ADN, su identidad.
Sin embargo, su preservación genera un intenso debate. Mientras algunos sostienen que la ciudad reconoce su patrimonio como un bien no renovable que debe ser protegido a toda costa, otros argumentan que, dado el déficit habitacional, es necesario redefinir el concepto de patrimonio cultural.
Hay que decir que la preservación del patrimonio no es solo una cuestión de conservación, sino de un cambio cultural profundo que implique a todos los actores de la sociedad. Esto debe incluir reglas claras y modernas que permitan la coexistencia entre el crecimiento de la ciudad y la preservación de su identidad arquitectónica y cultural.
En la práctica, hay una fórmula que funciona: más incentivos y menos prohibiciones. Es decir que si a un consorcio se le hace un descuento en el ABL por arreglar la fachada, es mucho más efectivo que una multa.
Pero, lamentablemente, la falta de control sobre la preservación del patrimonio es grande. Basta con observar detenidamente el macrocentro para comprobar cómo la instalación de aparatos de aire acondicionado en fachadas históricas degrada su valor estético.
En ciudades como Madrid, hay entidades que se encargan de intimar a los dueños de propiedades históricas a preservar el estado de las fachadas.
De cara al futuro, es preciso garantizar la protección del eclecticismo que caracteriza la arquitectura de Buenos Aires ya que el patrimonio cultural es la memoria e identidad de los ciudadanos y preservarlo es responsabilidad de todos.
FUENTE: Hugo Koifman – www.perfil.com