En el primer capítulo de la serie The Walking Dead, el protagonista despierta en una cama de hospital en medio de una pandemia zombi. La desolación y la tragedia es total cuando “Rick”, habiendo salido indemne del nosocomio, se dirige a su hogar desconcertado, en bata y montando una bicicleta. Lo propio de un héroe de su talla sería un coche o una moto de gran cilindrada, pero el recurso de la bicicleta es atinado: despoja a Rick de toda dignidad y sugiere el fin del mundo conocido. La bicicleta es, en ese contexto cultural, el apocalipsis mismo.
No volvemos a ver bicicletas en la serie, a pesar de sus posibles ventajas en los escenarios que se describen. Además de no requerir combustible, ofrecería un transporte silencioso en calles plagadas de zombis que se orientan, casi exclusivamente, por sonidos. Nuestros héroes prefieren deambular a pie, incluso para recorrer grandes distancias. Es evidente que la bicicleta no está a la altura de la narrativa épica que se busca.
En cambio, transcurre el tiempo y los coches permanecen, omnipresentes y autopropulsados. No sabemos cómo, pero siguen funcionando. Están ahí para señalar a los grupos humanos más exitosos – los que tienen más coches -, y para salvar o quitar vidas según corresponda. Los creadores de la serie pudieron imaginar un mundo de zombis, pero no uno libre de coches.
El modo en que entendemos los modos de transporte está fuertemente determinado por nuestra cultura. En una serie nórdica del género, los sobrevivientes posiblemente usarían más la bicicleta. Podemos incluso imaginar una recreación en los Países Bajos: ambos bandos (humanos y zombis), se desplazarían seguramente por este medio.
Bicicletas y COVID-19
Nuestra forma de entender el transporte urbano está cambiando. Somos algo más conscientes de los perjuicios del coche, así como de los beneficios de otros modos de transporte, como la bicicleta. A veces, el contexto ayuda. La pandemia del COVID-19 ha abierto nuevas realidades y desafíos en este sentido. En el imperio del coche, algunas ciudades como New York o Philadelphia han experimentado un aumento inusual del uso de bicicleta. Quién lo diría.
En varias ciudades del mundo la red de ciclovías se ha ampliado temporalmente. Por ejemplo, Bogotá ha sumado más de 100 km a la red existente. Muchos gobiernos locales han decidido que el acceso a sus sistemas públicos de bicicleta sea gratuito. Sabemos también que en Wuhan la bicicleta jugó un rol clave en el trabajo de los voluntarios y en la asistencia a los ciudadanos. Algunos países, con los recaudos pertinentes, están promoviendo oficialmente el uso de bicicleta como parte de sus estrategias actuales.
Los fundamentos parecen simples. En comparación con el transporte colectivo (subte, tren, buses, etc.), la bicicleta aumenta el distanciamiento buscado y reduce el contacto con superficies comunes. Frente a la opción de caminar, permite cubrir mayores distancias en menor tiempo, y también facilita un mayor distanciamiento. Hay otro elemento clave: preocupa ampliamente que el confinamiento incremente el sedentarismo, que también ha sido caracterizado como pandemia. En este caso, usar bicicleta supone un modo “activo” y más saludable de transporte. Una carta abierta de investigadores alemanes ha advertido sobre la importancia de la actividad física para el sistema inmunológico, instando al gobierno germano a implementar medidas de promoción para el uso seguro de la bicicleta.
El enemigo invisible
Una preocupación mayor reside en la capacidad de respuesta de nuestro sistema de salud frente al COVID-19. No obstante, es justo recordar que nuestros hospitales están sobrepasados hace tiempo. Una pandemia los afecta de modo crónico: las lesiones producidas por el tránsito. El COVID-19 ha sido definido como un enemigo invisible, pero su visibilidad social es absoluta. Todo lo contrario sucede con los siniestros viales: están ahí frente a nuestros ojos cobrándose miles de vidas, pero somos incapaces de verlos.
Las medidas actuales de aislamiento tendrán un efecto no buscado: las muertes viales se reducirán drásticamente porque son consecuencia, no del destino o la fatalidad, sino de la cantidad, modo y nivel de seguridad de nuestros desplazamientos en el espacio público. Esa inseguridad es mayor en los sistemas y culturas que priorizan el uso de coche.
En definitiva, usar bicicleta no sería parte de un designio apocalíptico como sugiere The Walking Dead. Al contrario, el romántico artefacto ofrece alternativas y soluciones de transporte en un contexto adverso. Nadie dice que la confrontación cultural contra la impunidad del sagrado motor** sea una tarea sencilla. Pero sobran razones para pensar que la bicicleta podría tener, en el futuro próximo, un rol más protagónico en la vida de nuestras ciudades.
FUENTE: Rubén Ledesma – www.lacapitalmdp.com