Ningún ser humano vivo sabe qué había antes de esto en Scalabrini Ortiz 1316. El Bar Los Andes, así se llama, es por escándalo el negocio más antiguo de Palermo y, sin dudas, uno de los más viejos de la Ciudad.
Dueño de un bajo perfil indómito, un viernes al mediodía está con sus persianas a media asta, como anunciándolo a su manera: inaugurado en 1924, Los Andes cerrará definitivamente antes de fin de mes.
Hay gente despidiéndose. La noticia no pasa inadvertida. De casualidad lo encontramos a Carlos Cantini, coca light y el mejor especial de jamón y queso. Cantini es el autor de Café Contado, un libro que todos quisimos leer y hasta hoy no estuvo escrito, como dice en el prólogo de Leandro Vesco, también autor de varios volúmenes sobre bares y fondas.
El hombre tiene más de cien boliches relevados y millones de horas-pocillo. Es de esos tipos que le viene huyendo a las cadenas y busca bares de barrio donde recuerden su nombre y las charlas salgan con fritas.
“Visito cafés sin parar. Tengo la mirada entrenada, porque voy caminando a todas partes que puedo. Me convertí en una especie de porteño de ley”.
Nos pegamos a él y esperamos que nos dicte lo que ve su ojo de especialista. Dice algo sobre los “billares de época” y la mesa de allá con los jugadores de dominó. Pide que nos enfoquemos en un detalle: el local no tiene columnas. “Debe haber sido un taller o una fábrica”.
Un bar de hombres
Una de las pocas mujeres que frecuenta el Los Andes llama la atención. “Yo lo considero un bar de hombres. Hay bares que son reductos masculinos por su público habitual, pero además por las prácticas. Estos espacios funcionan tipo club, lugar de pertenencia”, dice Carina Migliaccio, también administradora del blog Bar de Fondo.
“En general, los clientes de Los Andes son mayores de edad y suelen envejecer con los dueños -agrega-. Pude observar que se juntan a jugar, no sólo billar, sino cartas y dados. También vi personajes como el quinielero o levantador de apuestas. No sé, ese ambiente un poco de antaño, de bar atravesado por otra época y otras costumbres”.
De esos lugares que sirven café y vaso de agua fría, licuado de banana en jarra de plástico. Manteca, pan francés. Algunos escritores dicen que vienen porque no hay internet, “y sin internet se escribe en una hora lo que con internet demora una semana”.
Bien del barrio
Este mediodía vemos, quizás por última vez, las mesas ocupadas por uno, dos, tres, cuatro, nueve personas. Todos varones menos Carina. Para el autor de Café Contado, Los Andes es un bar que “dialoga perfectamente con la cuadra”. Una escuela, la comisaría, instituciones sólidas, duraderas.
Sorprende que un negocio que sólo supo ser bar a lo largo de un siglo, deje de serlo casi de un día para otro.
“Mirá los vidrios biselados”, repara el “barólogo”, observando un salón que parece decorado por Donald Trump. Las persianas del 1900 y una barra de luces dicroicas. Baldosas de granito original y un revestimiento de ladrillo menos digno de un cafetín que de una parrilla al paso.
Cantini pregunta por qué el bar se llama Los Andes y le responden “ni idea”. El hombre vuelve a la mesa y anota su posteo-despedida: “Palermo es un barrio con una pretensión generacional, pero este bar promueve una resistencia real, alejada del ornamento vintage. Seguramente su condición antigua lo haya elevado a la categoría de Bar Notable”.
La clientela
El encargado histórico es un señor de 79 años que se llama José Quintela. ¿Por qué cierran, José? “Se nos hace muy difícil. Nuestra clientela cautiva es gente mayor o gente que ya se murió. Además, los herederos de los dueños van a vender. Cerramos antes de fin de mes”.
El señor cuenta que las bolas de billar eran de marfil y los pisos, de pinotea. Al principio, en el mil novecientos y pico, sólo se vendían sánguches de lomito y se jugaba al billar de sol a sol. Después, los horarios cambiaron y desde rato el bar cierra en el insólito horario de las cuatro de la tarde.
“Yo los miro y los saludo desde mi lugar convencional. Me fascina ese murmullo, esos gestos que se dedican entre ellos, esa confianza y fidelidad para con el bar que habitan”, escribió Carina en su blog.
En 1948, Los Andes tuvo una remodelación y todo lo que ahora podemos ver, salvo algunas incrustaciones bastante desafortunadas, está como entonces. Los techos descascarados, dos cuadros mal trazados con temática tanguera y en el fondo, ¡una moto estacionada!
El encanto quizá consista en la ausencia absoluta de pretensiones. Raro su destino, a pocas cuadras -misma avenida, misma lógica comercial- funciona el Varela Varelita. Un bar está cerrando y el otro goza de tan buena salud que hasta pareciera necesitar sucursales.
Con una clientela inmensa y difícil de clasificar, el Varela Varelita respira aliviado de estudiantes de teatro, gente de editoriales independientes que usa las mesas como oficina, cada tanto un Chacho Alvarez, un Gerardo Romano…
Otro que debe estar triste es el periodista y colega Sergio Ranieri, que se la pasaba posteando sus almuerzos arrabaleros. “Bife de costilla con puré a la vieja usanza en el legendario Bar Los Andes, reducto sito en Scalabrini casi Cabrera. Nótese como la carne evade el plato. A dos cuadras, por la misma plata, te ofrecen una empanada en frasco. Otra ventaja: el mozo, veterano, nunca dice ‘dale’”.
Le preguntamos al encargado qué va a pasar con los clientes que aún viven, y nos contesta que los imagina emigrando al San Bernardo, más conocido entre los jóvenes como “El Sanber”, otro café notable de principios del siglo pasado. “Allá van pibes, acá no logramos atraer a nadie… Vino gente de Patrimonio Histórico con la idea de remodelar. Estuvieron viendo el lugar, pero la decisión ya estaba tomada”.
Los Andes fue declarado Bar Notable en el año 2013. El blog Bar de Fondo habla de un reducto “rudo”, de su “fisonomía gastada”, “su espíritu”, “su personalidad”. Mesas simples, sillas forradas de plástico negro, paredes despintadas de verde.
A Cantini no le gusta nada enterarse de estas cosas. “Siempre sostengo que cuando cierra un café, Buenos Aires pierde carácter”. De su investigación personal se desprende que los vecinos de la comunidad armenia, cuando se afincaron en la cuadra, en el año 1924, el bar ya existía. “O sea, sin muchos papeles que lo acrediten, puede catalogarse como centenario”.
El Gobierno de la Ciudad les propuso una presentación al programa de mecenazgo para conseguir un dinero que les permitiera llevar adelante las mejoras del local. “Al parecer -dice Cantini-, empezaron a reunir la documentación y de pronto se echaron atrás: cuando el dueño de una propiedad decide ponerle punto final a un negocio, no queda mucho más por hacer”.
Se levanta de la mesa y va hasta el mostrador con la mirada teñida de melancolía. Después le da un fuerte apretón de manos al encargado y por último le desea “mucha suerte”. Si usted quiere hacer lo mismo, apúrese.
FUENTE: Hernán Firpo – www.clarin.com