Cuando pensamos en un genio de la arquitectura, recordamos, casi de forma inevitable, a ese tipo de soñador a contracorriente que Ayn Rand imaginó en su novela El manantial (1943), llevada al cine por King Vidor seis años después, con Gary Cooper en el papel protagonista. El estereotipo sigue funcionando, seguramente porque algunos arquitectos del mundo real también provocan una comunión a gran escala con su utopía artística. Son los casos de Frank Lloyd Wright -a quien se suele relacionar con El manantial– y, por supuesto, de Walter Gropius, fundador de la Bauhaus y convertido, a pesar de ese perfil suyo, tan típicamente prusiano, en una estrella de la cultura pop.
Gropius, a todas luces un visionario, encaja en lo que el guionista y director Brady Corbet -fascinado con su figura- comenta a propósito de su película más reciente, The Brutalist, que incluye algunos pasajes inspirados en la vida del arquitecto alemán: «Cuando emprendes algo atrevido, audaz o nuevo -dice Corbet-, sueles recibir críticas por ello. Y luego, cuando pasa el tiempo, te idolatran y te rinden homenaje por lo que has hecho».
Colocar bien dos ladrillos juntos
El arte de construir edificios, según Ludwig Mies van der Rohe, nació «cuando se colocaron bien dos ladrillos juntos». En lo sucesivo, la historia de la arquitectura no ha sido otra cosa que la evolución de este gesto tan sencillo. Un gesto que, durante el primer tercio del siglo XX, abrió toda una gama de posibilidades gracias a nuevas técnicas y materiales modernos. Para los arquitectos, este periodo fue una ventana abierta al futuro. En competencia con los profesionales de la vieja escuela, una hornada de jóvenes creadores logró que los tradicionalistas parecieran un dinosaurio esperando su asteroide.
Uno de esos rebeldes fue Walter Gropius (Berlín, 1883 – Boston, 1969). Su legado es descomunal y lo cierto es que hoy nos costaría entender la estética de nuestras ciudades sin la energía creativa de este arquitecto, urbanista y diseñador, cuya trayectoria discurrió entre Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.
Gropius vino al mundo en una familia de arquitectos. Aunque no terminó la carrera, eligió bien a sus maestros. Fue jefe de obra de Peter Behrens, un pionero del diseño industrial en cuyo estudio también colaboraron Adolf Meyer, el ya citado Van der Rohe y Le Corbusier.
Un personaje por delante de su época
En el terreno privado, la vida de Gropius es, en algunos tramos, tan azarosa como la de un personaje de novela. Fue condecorado en dos ocasiones con la Cruz de Hierro durante la Primera Guerra Mundial, y entre 1915 y 1920, estuvo casado con Alma Mahler, viuda del compositor Gustav Mahler y musa de la Viena vanguardista.
Empezó a labrarse una reputación en 1910, cuando abrió su primer estudio de arquitectura junto a Adolf Meyer, en Potsdam. Ambos estamparon su sello en un edificio espectacular, la fábrica de zapatos Fagus (1911-1915). Ante las amenazas y ataques de los nazis a su gran proyecto, la escuela de la Bauhaus, dejó Alemania y encontró acogida primero en Inglaterra y luego en Norteamérica.
Con el entusiasmo propio de quien vive por delante de su época, Gropius, ahora con una agenda cosmopolita, seguiría ideando obras de gran interés, como el icónico rascacielos de la Pan Am (1958-1963), construido en Nueva York.
Que Gropius desembarcara en Estados Unidos con este proyecto tiene una derivada interesante. El arte moderno, escribe Tom Wolfe en La palabra pintada (1975), ya había disfrutado de un éxito escandaloso en la sociedad europea de los años 20. Sin embargo, en América, para optar a la popularidad, el arte debía ser conocido por 90 millones de personas. «El arte moderno -dice Wolfe- fue un éxito fulminante en Estados Unidos en cuanto un reducido número de personas, unas cuatrocientas [neoyorquinos ricos, como los Rockefeller y los Goodyear], comprendió que el fenómeno podía ser, y en realidad lo era, la negación de esos noventa millones».
Algo así ocurrió con ese novedoso rascacielos de 59 plantas. Desde el principio, el diseño de Gropius, Richard Roth y Pietro Belluschi fascinó a una minoría de entendidos. Pero en 1987, cuando la revista New York publicó una encuesta entre cien neoyorquinos prominentes, la mayoría pidió que la torre se demoliera.
Toda una paradoja, sobre todo si tenemos en cuenta que Gropius, a diferencia de otros colegas, no era, ni mucho menos, el típico excéntrico que solo pretendía agradar a los bohemios ricos.
Una revolución llamada Bauhaus
Afortunadamente, otras obras de Gropius -la mayoría, en realidad- tuvieron una acogida mucho más calurosa. Fijémonos en su iniciativa más reveladora: la dirección de la Bauhaus, la escuela de arquitectura y de artes aplicadas abierta en Weimar, en 1919, tras la unión de la Escuela Superior de Bellas Artes del Gran Ducado de Sajonia y la Escuela de Artes y Oficios.
Hasta que los nazis la cerraron en 1933, esta institución defendió un programa reformista, sin divisiones de clase, cuyo impacto estético llega hasta nuestros días.
¿Pero qué significó realmente la Bauhaus? ¿Por qué ese nombre es hoy sinónimo de creatividad y diseño de alta gama? En principio, solo era una academia que seguía la línea abierta por el inglés William Morris y el movimiento Arts and Crafts. De acuerdo con lo defendido por Morris en Gran Bretaña, se distinguió por tres cualidades: ponía al mismo nivel las artes y la artesanía, planteaba una novedosa experiencia pedagógica y defendía el espíritu utópico. Sin embargo, en lugar de proponer una oferta conservadora y neoclásica, de ella surgió un estilo de diseño y arquitectura basado en la figuración geométrica y la economía expresiva.
Como aclara la biógrafa de Gropius, Fiona MacCarthy, «no se trataba solamente de un estilo, sino de una nueva forma de ser y estar».
La obra de arte total
El objetivo de la Bauhaus, en palabras de Gropius, consistía en aspirar a la obra de arte total a través de un esfuerzo compartido: «¡Arquitectos, escultores, pintores, escultores, todos hemos de volver al artesanado! ‒decía‒ No hay ninguna diferencia substancial entre el artista y el artesano. El artista es un artesano de un nivel superior».
Pese a su disciplina germánica, propia de un oficial de los húsares, Gropius impulsó una comunidad artística donde cooperaban, de forma democrática, maestros y alumnos. Esa filosofía participativa dio lugar a talleres donde lo mismo podía imaginarse un mueble que una lámpara.
«Concebida como un pequeño pero completo organismo social ‒escribe Giulio Carlo Argan en Walter Gropius y la Bauhaus (1951)‒, el proyecto pretendía realizar una unidad perfecta entre sistema productivo y método didáctico. Dotada de medios bastante limitados, completaba sus ingresos suministrando a la industria modelos diseñados en colaboración por profesores y estudiantes».
Las epifanías escasean, pero los alumnos de la Bauhaus experimentaron una bastante clara. Así lo prueban figuras como la diseñadora Alma Siedhoff-Buscher, cuya experiencia en la Bauhaus fue dramatizada en un film de Gregor Schnitzler titulado precisamente así: Bauhaus (2019).
La sede de esta escuela (1925-1926), construida en Dessau a partir de los planos de Gropius, viene a ser un buen resumen de lo mucho que significó la Bauhaus en el arte y la sociedad. Su estructura de hormigón, con ventanales de acero y cristal, anuncia la génesis de un tiempo nuevo: la era de la producción industrial y de ese fenómeno tan asombroso, vibrante e impredecible que es la sociedad de masas.
FUENTE: Guzmán Urrero – theobjective.com