Tras conocerse que la antigua propiedad de Mitre y pasaje Fabricio Simeoni, un sitio que por más de 30 años fue sede de bares con propuestas artísticas, será reemplazada por un edificio, varias voces se alzaron entre la nostalgia y la preocupación por la pérdida de solares cuyo valor excede lo patrimonial para vincularse con la identidad, la cultura y la memoria. El debate resonó en el Concejo: el jueves se votó que, en caso de no estar incluido, se analice incorporar el inmueble situado frente a la plaza de la Cooperación dentro del inventario del patrimonio histórico, arquitectónico y urbanístico del municipio, a los fines de preservarlo. La pregunta es si podrá restituirse el espíritu de la movida que la cortada empedrada alojó cuando la noche rosarina era territorio propicio para la diversión, los espectáculos en vivo y los encuentros.
El corredor cultural sui generis, extendido por una callecita de cien metros con nombre de poeta, se vio afectado por la clausura de la nocturnidad. Con la actividad gastronómica a media máquina, en la ochava de Mitre al 300 se proyecta ahora una torre de departamentos, lo que implicará la desaparición del local donde en la última década funcionó el bar Jekill & Hyde, así como parte de la tradicional parrilla contigua, Don Alberto.
La esquina fue reconvertida en los años 80 como pub y tuvo varias denominaciones y perfiles, pero casi un siglo antes había albergado a un almacén típico de una zona primigenia de la ciudad. De hecho, la plaza de la Cooperación Floreal Gorini, que muchos llaman “del Che” por el mural estampado por Carpani, nació en 1876 en la intersección de Tucumán y Mitre como un mercado para abastecer a los vecinos del rudimentario puerto. Se estima que las construcciones aledañas a este espacio de comercio minorista propio de la época (y en especial las del pasaje que circundaba uno de sus flancos, bautizado como Zabala en 1905 en honor al creador del curato de la Capilla del Rosario) datan de fines del siglo XIX y principios del XX. Del Mercado Norte en cambio no quedan rastros; tras ser remodelado, en 1980 lo demolieron para inaugurar la plaza, que contiene además un polideportivo municipal y hoy vuelve a ser escenario de ferias.
El inicio
“Pipi Monserrat, reconocido en Rosario como generador de espacios gastronómicos, inició el bar del pasaje junto con tres socios en los 80. Le puso Don Nicanor y yo mantuve el nombre”, cuenta el escritor Patricio Raffo, a cargo del emprendimiento entre 1990 y 1994.
“En ese momento había cafés tradicionales y pubs con música tranqui para parejas. No existía como concepto, como entidad social, el bar con música en vivo. Don Nicanor estaba de moda entre los jóvenes para socializar y tomar una copa; nosotros le dimos un vuelco”, dice en referencia a su hermano Luis, que lo acompañaba en el negocio. “Instalamos la barra de madera y convertimos a Don Nicanor en un reducto muy concurrido con eje en la música, donde tocaron bandas y solistas de rock, blues y jazz. Empezamos con un par de recitales y terminamos con shows de lunes a domingo, a los que asistían no menos de cien personas. El local tenía sus habitués y a su vez circulaban quienes iban a ver a los artistas. Era un lugar de encuentro”, rememora Raffo, además editor.
“Durante el día los músicos iban a charlar, se generaban posibilidades. El bar abría a las siete y no cerraba hasta las tres de la madrugada. Yo dormía dos horas por día”, revela e insiste en que a principios de los 90 la ciudad carecía de un local que programara recitales a diario, de manera continua y especializada. “Fueron años intensos y a la vez desgastantes. Decidí cambiar de rubro y vendí el fondo de comercio”, finaliza Raffo.
Una movida particular
La esquina no abandonó su destino, inmersa en el circuito nocturno del bajo rosarino, que incluía en lo más próximo a la parrilla Don Alberto, a un restobar de la vuelta que cobijaba zapadas y jam sessions entre otras expresiones musicales y artísticas (en Sarmiento al 300, frente al Pami, tuvo varios nombres: New Tito, Fidel, Club de Fun, Blackmore), y al bar subterráneo que a mitad de cuadra por la cortada inauguró una modalidad como ámbito under. Se llamó Valequé; en 1992, siempre de la vereda par, vino Zeppelin, y unos años después los bajos de Berlín.
“A Valequé lo conocí con un amigo con el que hacíamos un dúo de guitarra y trompeta. Los dueños y la gente tenían muy buena onda, nunca hubo un problema”, recuerda el músico David González, y lo describe: “Una especie de Luna sin patio ni espacios abiertos, con muy buena decoración, mesas chiquitas de madera que se replicaban en el techo, servidas con platos, botellas de vino, copas, cubiertos, todo pegado. O sea estaban al revés”. El bar cerraba de madrugada, aunque hubo veces que los últimos parroquianos emergieron a media mañana. “Como era chiquito, parecía que todo el mundo era amigo aunque no nos conociéramos; terminábamos bailando entre todos. Tenía el mismo ambiente de El Cairo de ese momento, de Luna: gente de facultad, de teatro, músicos, artistas. Casi siempre los mismos”, evoca el trompetista. Ese público también deambulaba por los míticos El Barrilito y La Cueva, otro sótano de avenida Belgrano y Tucumán que ya no existe.
En febrero de 1996 abrió sus puertas el Berlín Café, donde la calle adoquinada se comba antes de desembocar en Sarmiento. El espacio alojó propuestas artísticas diversas, entre ellas al dúo compuesto por Salvador Trapani y Esteban Sesso. Hace 22 años, este último alquiló uno de los departamentos de alto del pasillo lindero a Berlín para montar un estudio, y al poco tiempo se fue a vivir. “La casa, de 1900 más o menos, es patrimonio histórico, y algunos domingos he visto desde el balcón contingentes que se paraban a señalar detalles de la fachada”, cuenta Sesso, director de la banda La Familia Sarrasani, que funciona en la Escuela de Artes Urbanas.
“Cuando me mudé en 1999 había más movimiento, estaban el Rincón Hispano en la esquina y la parrillita, siempre llenos. Nunca me importó el ruido, al contrario, ahora me molesta el silencio. No hay nadie por la calle, algo que se empezó a notar desde que asumió Macri”, se lamenta y afirma: “Yo iba a todos los boliches de mi cuadra, me encontraba en la calle con un montón de amigos. En Berlín iba de mesa en mesa y después subíamos a mi departamento a cantar”.
Ahora, las nuevas costumbres, el menor poder adquisitivo, el predominio de la tecnología y los factores sanitarios atentan contra las experiencias de encuentro. La ciudad y en especial el centro también cambian de forma y en ese trance, a veces, pierden algo de su identidad y su memoria.
Cuando el antiguo pasaje Zabala era una fiesta
Despuntaba el siglo XXI y el pasaje Zabala era una fiesta, un hervidero, sobre todo cuando bajaba el sol. “Una vez la Chiqui González, cuando era ministra, me dijo si quería encargarme de reformar la cortada, que ella me apoyaba. Me entusiasmé, quería poner faroles tipo San Telmo”, sostiene el artista Esteban Sesso, aunque el proyecto al final quedó trunco. “En mi casa hacíamos la previa y el after, venía todo el mundo. Fueron épocas divertidas, hermosas, pero no es que las añoro ni lo haría de nuevo: estoy contento con la vida que tengo, el presente es lo más lindo”, advierte.
El actor Pablo Castro Leguizamón, que devino conductor de un ciclo multidisciplinario en Jekill & Hyde, Ciclotimia, hoy reconvertido en trimestral y con sede en el complejo Atlas, frecuentaba el bar de Mitre y la cortada con amigos escritores cuando se llamaba Don Chicho. Poco después el local no solo cambió de dueños y de nombre sino que afianzó su perfil cultural. Con el baterista Fabián Mozzati y la actriz Erika Aristides conformaron la productora Tres Cabezas, que cada martes programaba un evento de música, literatura y cortometrajes. “Ciclotimia arrancó en 2011 y fue un éxito. A fin de año Fabián se fue y se sumó Fabricio Simeoni, hasta su fallecimiento en octubre de 2013”, puntualiza Castro Leguizamón. El ciclo, que duraría hasta 2018, se llenó de poetas. La huella que dejó Simeoni fue tal que desde hace siete años la calle lleva su nombre.
“Se armó una movida interesante, una mixtura de artes y mucha circulación, potenciada con otros bares de la zona que hacían actividades o shows. Todos los martes, por ejemplo, los artistas plásticos se encontraban a comer en la parrillita y después pasaban por Jekill. Se empezó a correr la voz, la gente la pasaba bien. Ciclotimia se volvió un colectivo de artistas que nos excedió”, resume Castro Leguizamón, y apunta que los martes resultó la jornada de mayor facturación del bar, por encima de los fines de semana. Los artistas recibían vales para tomar o comer allí y los músicos no tenían que llevar sus equipos de sonido. Una resolución del Concejo municipal reconoció el interés cultural del ciclo, que además se realizó en otras localidades y tuvo sus versiones solidarias (para recolectar ropa y alimentos). “Hubo una noche de 450 personas, cien promedio había siempre. Ahora al enterarme de que van a tirar abajo el bar me da tristeza porque fue mi casa, pero entiendo que si bien la cultura tiene que ver con los edificios, fundamentalmente pasa por las personas”, finaliza Castro. La productora que integra con Aristides también cumple con su objetivo de difundir el arte local a través de un programa radial que va por la Red TL los sábados de 16 a 18 (Sábados ciclotímicos).
“Si ves el mapa de la gastronomía en Rosario, hay locales alquilados hace 20 o 30 años que van cambiando de manos y de propuestas. Desde que comenzó la pandemia se cerraron de un 12 a un 15 por ciento pero también hay aperturas: se registra un 30 o 40 por ciento de movilidad en la titularidad de fondos de comercio”, explica Carlos Mellano, de la Asociación hotelera, gastronómica y afines. “Atravesamos momentos de crisis, ni siquiera sabemos si seguirá existiendo la noche rosarina como la conocíamos. El comportamiento de la diversión cambió, antes de la pandemia ya de 30 lugares bailables quedaron menos de diez, y hoy están todos cerrados”, concluye.
FUENTE: Alicia Salinas – www.lacapital.com.ar