Se pregunta el caminante, que sube y baja por la avenida Cabildo a la altura de Blanco Encalada, o el que encara la pendiente de Juan D. Perón, desde Paseo Colón a 25 de Mayo: ¿no habitaba yo la llanura del horizonte proyectado al infinito? ¿No era esta la chatura ancestral que se describe en la premiada novela Los llanos, de Federico Falco, o la que solo se traduce como música en El Fin, de Jorge Luis Borges?
El ambiente en el cual se fundó la Ciudad de Buenos Aires se podría definir como una planicie suavemente ondulada, con dos porciones contrapuestas: los bañados y las altiplanicies. Estas últimas “son una rareza que corta la llanura totalitaria”, decretó Lonely, el podcast de la guía Lonely Planet, en el 2020. Seguir los desniveles del terreno permite reconstruir una cartografía de los arroyos antiguos de Buenos Aires.
“Son fallas —explica David Schomwandt, profesor de Geomorfología II (UBA)—. Hay bloques que se elevan y otros descienden. Los arroyos son las zonas más bajas. De sur a norte, quedan las huellas de sus valles, y entre ellos hay algunas alturas. De sur a norte, bajos y barrancas; y se puede llegar hasta el partido de Escobar, confirmando la misma estructura”.
Una tarde de feriado. El patio trasero del Monumento a Bartolomé Mitre, a la altura de Canal 7, en la plaza homónima. Aquí, la barranca se manifiesta abrupta. Hay tres niveles de altura: está “la reja”, muy requerida por parejas y solitarios, observadores del horizonte del no-río, que sí bañaba estas orillas hasta principios del siglo XX. Pero la ciudad le fue dando la espalda al río —es sabido—, y el único faro ahora es la antigua torre de Canal 7, más allá de otra plaza, la República del Uruguay.
En el punto medio de la barranca, están las tribus de adolescentes de aire rockero; humos, risas y botellas vacías. La base —donde se afinca este cronista— permite observar los altos de la loma. Esta es tierra de solárium y gente de paso, listos para agarrar la bicicleta o simplemente ponerse de pie y arrancar. La base —aquí, como en otra barranca pronunciada, la de Plaza San Martín— es un territorio complicado. No solo se es foco de la mirada desde los “palcos” sino que nos caen las basuras (las migas, los pañuelitos usados) del maremágnum de visitantes que hacen base en la pendiente.
Hay otra población típica de barranca, que llega más o menos todos los días a la misma hora: los trainers y los paseadores particulares. Tienen en común la prepotencia del uso del espacio verde; no contemplan si molesta a los otros su perro suelto, avasallando a otros sujetos más pasivos: mateadores, conversadores calmos, meditadores y público sentado en lonas. Por lo general, el ambiente de la barranca es juvenil o fit: se requieren piernas firmes para la subida, equilibrio para sostenerse y reincorporarse en el desnivel del suelo.
La Mitre es un marco propicio para disfrutar de unas pocas floraciones del Jacarandá, que todavía sobreviven enfrente, en un final atípico de primavera que hizo florecer tardíamente tanto a estos árboles como a las alergias típicas de dos meses antes, debido a vientos característicos de la Corriente del Niño. Antiguamente, el río llegaba hasta la base de esta plaza, cuyo monumento fue inaugurado el 8 de julio de 1927. Estas barrancas, que hoy se aprovechan sin costo, eran las quintas de la familia Hale, y son recomendadas por sus tipas, figurando como puesto número 212 entre las 911 cosas que el sitio Trip Advisor recomienda hacer en Buenos Aires.
La terraza de las Barrancas de Belgrano es un foro abierto en el que conviven las clases de salsa, el gym de adultos mayores, románticos lectores y un círculo de tertuliantes en torno a un árbol. A las 19 de un sábado, se ve invadida por la música fuerte. Quedan unas pocas parejas sobre el pasto; la base de la barranca es del dominio de los perros y el gym al aire libre. En la Plaza San Martín, una amplia barranca sirve para correr o rodar; es ideal para los juegos infantiles. E ideal, también, para la contemplación, apoyado en la balaustrada, con privilegiada vista a la Torre de los Ingleses y la gran Farola Dorada que marca el ingreso a la Avenida del Libertador. No entra en el imaginario porteño del esparcimiento; es lugar de paso entre oficinas, Cancillería y la Estación. Desde su base, la amplia vista al Edificio Kavanagh es apabullante.
La del Parque Lezama es otro estilo de lomada: ajardinada al estilo de Carlos Thays. Hay escalinatas de piedra y múltiples especies florales. Es el tipo de predio que se imaginaba a principios del siglo XX, con preeminencia del verde sobre el cemento. Se proyecta hacia el antiguo río, que hoy es reemplazado por Paseo Colón, y marca el ingreso a la República de la Boca. Es zona de frontera: terminan acá los profes de entrenamiento funcional y los cafetines de San Telmo y empieza la bulla no gentrificada de los camiones por Almirante Brown, las estaciones con lanchería y otra rudeza en el aire boquense.
Volver al pasado
Según la doctora Nora Lucioni, profesora de Geografía física de la UBA, si vamos por la zona costera, nos topamos ante la pendiente pronunciada del Lezama. “A lo largo de Paseo Colón, tendremos otras pendientes pronunciadas. A principios del siglo pasado, el Río de la Plata llegaba a las espaldas de la Casa de Gobierno. Cuando hicieron una remodelación, encontraron la Aduana Vieja, donde actualmente queda el Museo de la Casa Rosada”.
“Hay varias cuencas que desembocan en el Río de la Plata —sigue Lucioni—: una de las más importantes es la del Arroyo Maldonado, que realiza su recorrido por debajo de la Avenida Juan B. Justo. Los bordes de cada cuenca están delimitados por las máximas alturas porteñas. Se perciben, por ejemplo, yendo por la Avenida Directorio, a la altura de San Pedrito o de Carabobo, donde se describen distintas lomas. La altimetría máxima que tiene la ciudad es de 15 a 20 metros”.
Entonces, sabemos que las alturas del Lezama delimitaban a los arroyos Tercero sur y Tercero del Medio; junto a las alturas de Plaza San Martín, también el Tercero del Medio; la barranca de la hoy Plaza Mitre demarcaba al Maldonado y el Vega; el punto más alto queda en Devoto, demarcando a la cuenca del Maldonado.
Jorge Lapena es profesor y doctor en geografía, y explica que hay dos unidades geomorfológicas: la planicie del Estuario, que bordea la Costanera, y la planicie pampeana. “Estamos en presencia de paleo acantilados: acantilados marinos altos que se fueron erosionando, y las pendientes se fueron suavizando. Se veía la proximidad de los barcos, en el siglo XVIII, antes de la Revolución de Mayo. El sustrato es precámbrico: la ciudad se levanta a la altura del Microcentro; baja; reaparece en la isla Martín García; baja; reaparece en las cuchillas del Uruguay”.
Lo que hoy consideramos “lomadas” o “barrancas” fueron, alguna vez, inter-valles fluviales, acompañados de ondulaciones suaves, en un terreno que se ha ido erosionando de manera fluvial. De norte a sur: Medrano, Vega, Maldonado, Tercero del Medio y Tercero del Sur: huellas de los cursos cortos que desembocan en el Río de la Plata, hoy entubados bajo tierra.
Antonio Elio Brailovsky, autor de Buenos Aires y sus ríos, ya lo había dicho: “Los porteños suelen creer que Buenos Aires es plana, pero no. El área pertenece a lo que los geólogos llaman ‘la pampa ondulada’”. Y también están las lomadas artificiales (en los nuevos parques de Puerto Madero, el Parque de la Memoria, la Plaza Martín Fierro, contigua a la Autopista).
“Se las denomina técnicamente ‘relleno’ —retoma Lapena—. Fueron planificados por etapas, y en la zona sur se destina a garantizar la traza de caminos y usos industriales. Sí se invierte para enriquecer el espacio público, pero en otros barrios”.
FUENTE: Julián Gorodischer – www.lanacion.com.ar