Según el reciente informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) el calentamiento global para 2050 se encamina hacia +2,7ºC, y posiblemente más. Los intereses nacionales, el lobby del petróleo y la propia inercia del sistema económico y productivo no han permitido realizar las reducciones necesarias, y ya hay escepticismo con que las medidas que se consigan adoptar en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de este año (COP26) sean suficientes. En este sentido, la experiencia muestra que los gobiernos subnacionales han demostrado ser más decididos y efectivos en una transición energética hacia la sostenibilidad. California avanzó más que Estados Unidos, San Francisco más que California; Dinamarca más que Europa, Copenhague, que asumió el reto de llegar a ser carbono-neutral en 2030, más que Dinamarca.
Hay serias dificultades para avanzar en una agenda de ciudad sostenible: la inercia de los sistemas, las infraestructuras que ya tenemos, el costo económico. El propio gradualismo de la mayoría de las iniciativas ha demostrado ser inconducente. Si, como es necesario, deseamos llegar a cero emisiones en 2050, debemos encontrar mecanismos más drásticos, tanto técnicos como económicos, transformando una matriz sostenible en una conveniencia competitiva para las empresas, la ciudad y el país. No es improbable que, en poco tiempo, los productos de exportación sean gravados por su huella de carbono, limitando el acceso de nuestros productos a mercados como la Unión Europea si no logramos reducir dicha huella.
Por otro lado, no podemos soslayar el recurrente voluntarismo de nuestras leyes, tantas veces centradas en objetivos, pero sin describir los mecanismos para alcanzarlos. Los cambios radicales y acelerados son posibles. En los años noventa se fumaba en aviones, edificios públicos e incluso hospitales; hoy en ningún restaurante o café se puede fumar. La ciudad prohibió las bolsas de plástico descartables en los supermercados aunque se siguen entregando en los demás comercios. La bicicleta se ha convertido en un medio significativo de transporte. El ritmo de esos cambios es, sin embargo, insuficiente.
Apenas comenzado el siglo XXI, el arquitecto, crítico y ensayista neoyorquino Michael Sorkin, que lamentablemente perdimos el año pasado en manos del COVID-19, propuso un ejercicio de imaginación en el programa Autonomous New York, que puede verse en la plataforma Terreform. Hacía entonces la pregunta de cómo debería ser la ciudad de Nueva York para ser autónoma en agua, energía y alimentos.
Ese enfoque tiene la ventaja de romper la inercia. Permite pensar primero cómo sería una Buenos Aires sostenible, postergando la preocupación sobre cómo alcanzar ese objetivo desde los condicionamientos del presente. Permite establecer una meta, comunicarla, formalizarla en planos y dibujos, pero también en cifras, equipamientos e infraestructuras.
La radicalidad de estos cambios implica necesariamente cambios culturales, una mudanza de los hábitos y las costumbres sociales, la asignación del tiempo y del concepto de trabajo y descanso, la alimentación, los hábitos domésticos y el tiempo que dedicamos al cultivo y la preparación de nuestros alimentos. Muchas máquinas energético-intensivas que fueron inventadas para «ahorrar» mano de obra dejarán de tener sentido. Lo mismo con muchas máquinas domésticas para «ahorrar» tiempo: serán abandonadas o reemplazadas por una inteligencia (¿quién necesita un abridor de latas eléctrico? ¿Quién necesita un alimento enlatado? ¡Las conservas en frascos reutilizables!).
Estos cambios culturales estarán acompañados por el surgimiento de nuevas tecnologías, muchas aún no desarrolladas, pero previsibles. En una ciudad sin coches, por ejemplo, autitos autónomos eléctricos para una sola persona responderán a un llamado geolocalizado y te buscarían para llevarte hasta la estación de metro o tranvía… si sos mayor, llueve o tenés una valija; porque sino podrías caminar, ya que nunca estarías a más que ocho minutos de distancia. El cultivo hidropónico ya es conocido, y las huertas urbanas, privadas en terrazas y balcones, comunitarias en parques y plazas o industriales en lugares concentrados, no son difíciles de imaginar. Autos de servicios y emergencias y camiones utilizarían biocombustible o hidrógeno, pero la mayor parte del transporte será eléctrico. Habrá autos privados, pero poca necesidad o interés en usarlos dentro de la ciudad. Casi todo el abastecimiento externo de la ciudad será fluvial, razón por la que los puertos de frutos, mercados descentralizados y centros de distribución estarán en Núñez, la dársena F, Puerto Madero (los depósitos volverán a ser depósitos, mercados) y barcazas en el Riachuelo.
Todas las superficies de la ciudad estarían ocupadas por paneles solares o huertas urbanas. Las calles, sombreadas por paneles solares que se alternarían con árboles para disminuir la isla de calor. Los árboles se multiplicarían por cinco o por diez, incluyendo frutales, actuando como agentes de sombra y captadores de carbono, y el producto de su poda sería un preciado combustible renovable. ¿Césped? Sería un concepto ornamental superado, se limitaría a superficies deportivas. En plazas y parques lo reemplazarían cultivos o plantas locales en complementaria asociación nutritiva.
En el verano los edificios se refrescarían gracias a mejores condiciones arquitectónicas, como la ventilación cruzada, fachadas dobles, sombreadas, pero también con el agua del subsuelo. En invierno, muros trombe, invernaderos, dobles fachadas y toda suerte de recursos conocidos aplicados sobre los edificios existentes minimizaría el consumo de energía de calefacción (el gas se habría discontinuado, y parte de su red de distribución se adaptaría a hidrógeno).
La energía eléctrica provendría de más de 5000 ha de paneles solares de alto rendimiento, públicos y privados, distribuidos en azoteas, espacios públicos y ríos; además de probablemente unos dos mil grandes aerogeneradores ubicados en el Río de la Plata, que se sumarían a miles de microgeneradores helicoidales privados y públicos en edificios altos, postes de luz, ángulos de grandes edificios y paseos públicos. Las usinas térmicas que ya tenemos, adaptadas a hidrógeno, suplirían la demanda de punta.
La basura ya no existiría como concepto. Todos los restos orgánicos serían el preciado insumo de compost para las huertas urbanas. Los envases descartables se habrían discontinuado en 2025: el lechero volvería a llevarte la leche a tu casa, el sodero la soda y así siguiendo, o algo diferente, integrado en un sistema inteligente de proveedores.
Todos esos cambios deberían hacerse contemplando también la sustentabilidad del propio proceso de cambio y transición. Un proceso donde se aplican los mismos principios de primero reusar, luego reducir, y solo luego reciclar, de modo que los edificios e instalaciones actuales no se demolerían sino que se reaprovecharían. Cuando no fuera posible, todos sus componentes serían reusados o reciclados. Para dar una idea, en el caso de una estructura de hormigón a demoler, se cortarían las partes en nuevas piezas, que se podrían aprovechar en nuevas construcciones, solo los fragmentos que no puedan reutilizarse como piezas se reducirían para reciclar separadamente el acero y los agregados como nuevos insumos.
Todas estas actividades e infraestructuras estarían localizadas en el territorio, y serían estratégicas para esa transformación las tierras públicas, en especial las costas y aquellas de grandes dimensiones. El concepto decimonónico del parque como un lugar exclusivamente de ocio habría sido superado, al igual que la extrema especialización del trabajo del siglo XX. Descanso y trabajo, placer y producción estarían asociados en el cultivo de los propios alimentos, el uso compartido de los espacios abiertos y la socialización emergente de nuevos compromisos comunitarios.
Una ciudad de Buenos Aires autónoma, carbono neutral para 2050, ¿es posible? Opino que sí, pero es necesario primero imaginarla para saber en qué dirección marchar.
FUENTE: Fernando Diez – www.revistanotas.org