Buenos Aires tiene bares notables, sitios de interés cultural, pizzerías de valor patrimonial. Ahora también habrá “librerías ilustres”. Este jueves se aprobó en la Legislatura un Régimen de Protección y Promoción que, además, fija bonificaciones de impuestos.
La norma, impulsada por el Partido Socialista, establece la elección de las librerías según su antigüedad, su diseño o su peso histórico o cultural. Sus dueños deberán postularse y dar pruebas que justifiquen su inclusión en la lista. Por eso aún es un misterio qué locales serán los ilustres. Aquí, algunos de los que no deberían faltar.
El Ateneo Grand Splendid, la librería más bella del mundo
Fue declarada la librería más bella del mundo por la revista National Geographic en 2019 y elegida como la segunda mejor librería internacional por el diario The Guardian once años antes. Hay motivos de sobra: 200.000 libros distribuidos en cuatro palcos de lo que supo ser un cine-teatro, cúpula con frescos del pintor italiano Nazareno Orlandi, fachada con columnas sostenidas por atlantes, un café para leer con tranquilidad.
Allí funcionó una fábrica de carruajes hasta 1903, cuando se construyó el edificio ecléctico actual para alojar el Teatro Nacional. Más conocido como Norte, el recinto tenía capacidad para más de 900 espectadores. En 1919 fue remodelado y rebautizado Splendid Theater por el inmigrante austríaco que lo compró, Max Glucksmann.
Ese marco lo convierte en estímulo visual e intelectual que atrae a turistas de todo el mundo, aunque haya lluvia torrencial. Justamente una tormenta de domingo fue el telón de fondo de una de las mejores historias que ofrece a este diario el librero Juan Pablo Marciani, que trabaja aquí desde 2004.
Era la Feria del Libro y al local llegó el escritor Mario Vargas Llosa, que no pidió ser recibido con honores ni atendido antes por el mal tiempo. Sólo solicitó al empleado de seguridad, sin dar su nombre, hablar con el responsable del local. Esperó más de una hora bajo esa marquesina y frente de atlantes que es motivo de postal.
Marciani, que estaba ocupado con otros clientes, recién supo al verlo que a quien hacía esperar era el autor de La ciudad y los perros. “Me felicitó por la tienda y me dijo que no salía de su asombro y admiración por la cantidad de público que, pese al mal tiempo, se agolpaba en la puerta con tanta ansiedad por conocer el local”, recuerda el librero.
Librería Norte, una brújula para lectores
La fundó uno de los directores que tuvo la Biblioteca Nacional: Héctor Yánover, autor de Memorias de un librero. Ahora la aguja que guía la tiene su hija Débora, y la palabra experta, el poeta Sandro Barrella. Frente a la sede neogótica de la Facultad de Ingeniería de la UBA, en la avenida Las Heras, está la brújula para navegar el mar de libros hasta el techo que caracteriza a Norte.
“Es un local austero. El foco está puesto en los libros: secciones fuertes y lo más provistas posible. Hay poesía, ensayo literario, arte, cine, música, humanidades en general. También divulgación científica y crianza. No desdeñamos ninguna temática”, explica Barrella, que trabaja en la librería desde principios de los noventa. Cualquiera que haya ido a Norte sabe que hablar con él es garantía de salir con un título, o varios.
Para este librero no hace falta poder adivinatorio. Más bien, de frotar la lámpara de intereses de quien llega al local. Y ver qué sale. “El librero funciona como un algoritmo desde antes de la era digital. El oficio te da cierta previsión y muestra a qué otras lecturas conducen un determinado título. No hay que ser ningún profeta”, admite.
Esto funciona aun en tiempos en que las novedades mensuales multiplican por seis o siete las que había cuando arrancó: la revolución digital aceleró los procesos editoriales y se lanzan más títulos en menos tiempo.
“Pero igual se mantuvo la impronta del trabajo cuerpo a cuerpo, que el librero ocupe un rol fundamental en la transmisión. No somos espectadores, como en una cadena de librerías. Interactuamos fuerte, en presencia, por WhatsApp y hasta en la tienda online”, resalta Barrella. Una forma de adaptarse a tiempos digitales sin perder la guía y la humanidad.
Casares Libros, donde Borges pasó su última tarde en Buenos Aires
“Hoy las librerías son como albergues transitorios de las editoriales, que llenan los locales de libros prestados, para ver si funcionan. A los 30 días los sacan y ponen otros. No trabajamos las novedades en general, tampoco compramos a consignación. Nos corremos de todo eso”. Sin querer, hace un manifiesto. Es Alberto Casares, dueño de la librería que lleva su apellido, en la que también trabajan su esposa Marta y sus hijos Pablo y Francisco.
En Casares Libros, los títulos llegan para quedarse el tiempo que sea necesario hasta dar con su dueño. Hay de todo: una edición de 1590 de El Decamerón; un libro litúrgico de 1722 escrito a mano por monjas; literatura argentina, latinoamericana, francesa, alemana; casi toda la obra de Borges, incluidas primeras ediciones, otras propias, otras reencuadernadas.
La materialidad de la mercancía está entonces en primer plano. Y se potencia con un marco acorde, cálido: bibliotecas de madera, lomos amarillentos, pintura terracota, cuadros con fotos de escritores como si se tratara de parientes famosos, un árbol genealógico que se extiende a Latinoamérica y Europa.
¿Cómo ponerle precio a libros cuya historia se lee en sus letras impresas pero también en el color de su papel, en el material de sus tapas, en sus miles de huellas? Su dueño aprendió a resolver la ecuación con un truco de un colega turco: “Lo tocás, sentís, y decís: ‘Yo te bautizo tantos pesos”, dice que le contó el librero del otro lado del mundo. Admite que funciona.
Lo que no tiene precio es el trabajo extra de Casares para catalogar los libros, atender a los clientes como si fueran familia, prometer una y otra vez conseguir lo inconseguible. Incluso, ofrecer el local para hacer una muestra de primeras ediciones de Borges, con la presencia del propio escritor. Con el tiempo, sería un hecho trascendental: la última tarde del autor en Buenos Aires fue en esa muestra, en esa librería, cuando estaba en Arenales 1723.
Fue el 27 de noviembre de 1985. Borges se reencontró con su amigo Adolfo Bioy Casares, firmó libros que le acercaban, fue retratado con Casares y su familia. “Al final de la reunión, dijo sencillamente: ‘Mañana viajo a Italia para pasar Navidad y luego voy a Ginebra a morir’ -recuerda el librero-. Creo que ninguno de los presentes le dio dimensión real a sus palabras. Nadie podía pensar que Borges no fuera inmortal”.
Librería de Ávila, la más antigua de Buenos Aires
“La vieja consigna ‘Alpargatas sí, libros no’ es falsa. Esta librería muestra que ambos pueden convivir y, de hecho, lo hicieron”, señala Miguel Ávila, dueño del local que lleva su apellido desde 1994. Antes fue Librería del Colegio, por su cercanía al Nacional Buenos Aires. Mucho antes, La Botica, que a fines del siglo XVIII proveía a las carretas que partían a la provincia con charque, yerba, azúcar, botas de potro y, también, libros.
Poco a poco estos fueron invadiéndolo todo y para la Revolución de Mayo la esquina de Alsina y Bolívar era una librería hecha y derecha. “Los jóvenes iracundos de esa época se reunían en este pequeñísimo local, entonces de paredes de adobe y techos de paja, para leer libros prohibidos. Eran Moreno, Castelli, Paso, Belgrano”, revela Ávila, uno de los responsables de que este lugar siga siendo lo que es.
Es que en los noventa todo indicaba que allí se instalaría una famosa hamburguesería norteamericana. Los 3.000 alumnos del colegio de enfrente garantizaban un buen negocio. Pero finalmente este librero compró el comercio y lo conservó tal cual era. Por una vez, la moneda cayó del lado de la historia de una librería transitada por lo más prestigioso de la escena política y cultural.
Ávila enumera. “Jauretche, Puiggrós, Frondizi. José Hernández, Mujica Lainez. Victoria Ocampo, Borges, Bioy Casares. Sarmiento, Pellegrini, Juárez Celman, Agustín Justo. Por acá pasaron presidentes, fue punto de encuentro de escritores. Hasta del grupo de la revista Sur”, cuenta con orgullo.
En esta esquina hay rarezas, antigüedades, catálogos, ediciones en otros idiomas, incluso originarios. Su planta baja y subsuelo rebalsa de textos humanísticos, de historia pre y poshispánica de toda Latinoamérica, de antropología, arqueología y lingüística. “A veces, hasta compramos bibliotecas enteras, de clientes que murieron, para que sus libros vivan -explica Ávila-. Para que esta esquina viva”.
Las librerías ilustres ya tienen una ley que las protege
En la sesión del jueves se convirtió en ley un proyecto impulsado por el Partido Socialista (PS), que crea un régimen para proteger y promocionar las “librerías ilustres” de la Ciudad, entendidas como aquellas que revisten “un valor cultural y/o histórico específico a partir de su antigüedad, relevancia en el marco de sucesos históricos o actividades de significación, diseño arquitectónico y/o su inserción en el entramado cultural de la Ciudad”.
A partir de esta ley, las prácticas desarrolladas en esas librerías serán declaradas parte de su identidad cultural, a la vez que objeto de preservación. La autoridad de aplicación será el Ministerio de Cultura porteño, que deberá redactar y difundir un reglamento con el procedimiento para la inscripción de las librerías interesadas, evaluarlas, determinar cuáles serán catalogadas como Librería Ilustre de la Ciudad, y consensuar con estas proyectos de conservación, rehabilitación o restauración edilicia y mobiliaria.
Además de bonificarles el Impuesto a los Ingresos Brutos, el proyecto prevé un impulso a las actividades culturales y turísticas de las librerías seleccionadas, y otros beneficios para mejorar sus condiciones comerciales y funcionamiento.
Los dueños de las librerías que quieran postularse deberán certificar su habilitación comercial, la ausencia de deudas de impuestos y un listado de las características que motiven su declaración como librería ilustre.
FUENTE: Karina Niebla – www.clarin.com