Con las mesas de madera sólida y algunas botellas viejas de la gran estantería alcanza para evocar a Pepe o alguno de los otros hermanos Cao, inmigrantes asturianos, sirviendo aguardiente o despachando quesos frescos o arroz al peso. Es más: con eso sobra para “viajar” a la década de 1930, cuando este rinconcito de San Cristóbal era ya un bar y una despensa: La Armonía. ¿Un café? La antigua máquina nunca anduvo y parece que los dueños respondían siempre lo mismo: “Se nos descompuso ayer”.
Los cafés de Capital son máquinas del tiempo. Te llevan a otras épocas, incluso con pequeñas anécdotas como ésa. Del Margot (1904), de Boedo, es famosa la que cuenta que Perón desvió a su comitiva para buscar el sándwich de pavita en escabeche que aún es ícono del local.
Según el Ministerio de Cultura porteño, la Ciudad cuenta con 86 cafés/bares notables, es decir, destacables por antigüedad y por valores arquitectónicos y culturales. Un abanico amplio. Y de larga data. “La institución Café como espacio de vínculo social es anterior a la Revolución de 1810. Dos de los más famosos fueron el de los Catalanes -fundado en 1799 y ubicado en lo que hoy es la esquina de Perón y San Martín- y el Café de Marco -abrió sus puertas en 1801 en las actuales Alsina y Bolívar”, escribió Carlos Cantini, investigador, autor de del blog Café Contado y dueño de otra joyita: el bar La Flor de Barracas (1906). “Pero fue la irrupción del tango en la cultura popular lo que le otorgó un carácter simbólico único a estos espacios de ocio porteño, convirtiéndolos en sitios de cobijo emocional para miles de desarraigados de los movimientos inmigratorios de principios de siglo XX. Si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja (Cafetín de Buenos Aires, 1948, Enrique Santos Discépolo)”.
Uno podría calificar a algunos cafés porteños como cosmopolitas, es decir, imanes para vecinos y para turistas. Son las celebridades, como el Tortoni (1858 y reformas), en Avenida de Mayo, o La Biela (1850 y también reformas), en Recoleta. O Las Violetas (1884), de Almagro, votado por porteños como el mejor notable en 2017. Entonces, por distintos, se recortarían otros cafés, bien-bien de barrio. Marcados por el arrabal, por el tango; por los inmigrantes, los obreros y los pequeños comerciantes, y por los pocos espacios, aparte de ellos, para encontrarse. Son, tal vez, los que mejor demuestran que Cantini tiene razón cuando dice: “El Café es un ambiente más de nuestra casa. Ningún porteño se siente extraño en un Café. Están cargados de información que nos resulta familiar y abraza”.
En este GPS van cuatro locales de ese tipo. El Bar de Cao, o la refundación de La Armonía, donde los vecinos que llegaban de trabajar en las fábricas se reconfortaban con un plato de “caldo gallego” (hecho con carnes y verduras). El Margot, donde concurrían pensadores y artistas del Grupo de Boedo, rivales del de Florida. La Flor de Barracas, donde hubo y hay tango y otros géneros, libros y platos de “sueglios”. ¿Sueglios? Así bautizaron a la pasta rellena, en general de osobuco o de cordero, con salda de vermut o “funyi” (en lunfardesco, no funghi en italiano), que homenajea a Sueglio, el pueblito del norte de Italia desde donde vino el bisabuelo de los Cantini en 1869.
Además, está El Palacio, de Chacarita. No es formalmente un notable. Pero allí funciona el Museo Fotográfico Simik, declarado de Interés Cultural por la Legislatura porteña. Y entre daguerrotipos y lentes pioneras de las 3 D todavía se puede pedir café con leche con pan y manteca.
1) Flor. El local de La Flor de Barracas abrió en 1906 y conserva su espíritu de bodegón y de tango. Allí hubo peleas de compadritos y hay homenajes a los ex vecinos Angel Villoldo, padre del género, y Eduardo Arolas, “tigre” del bandoneón. Carlos Cantini, autor de un blog que cuenta cafés de Buenos Aires, Café contado, recuerda que por el local, pasaron payadores y orquestas típicas y que, desde 2011, es Bar Notable. ¿Qué comer? El plato de pastas “sueglios”, que homenajea al pueblo italiano de donde vino el bisabuelo de los Cantini en 1869, Sueglio, recomendó Carlos Cantini. Y el trago Cantini, sobre la base de Aperol ($150). En Suárez 2095, Barracas.
2) De Cao. Se autodefine bien: estética de almacén y despacho de bebidas y calidez de familia. El local nació como bodegón en 1915 y unos diez años después llegaron los hermanos asturianos Cao y lo convirtieron en La Armonía: “Despacho de comestibles al por menor. Venta de bebidas en general y despacho de bebidas alcohólicas”.
Algunos vecinos recordarán el “caldo gallego”. Pero los fiambres y los quesos, además de las sardinas y el aceite de oliva español, eran imanes también. No es casual que hasta hoy recomienden la Picada Gran Cao (queso de campo, aceitunas negras y verdes, jamón crudo, palmitos, cantimpalo, sopresatta, tortilla, roquefort, leberwurst y pan casero, a $390). “Comen dos, pican cuatro”, aclararon.
Los fileteados de Guillermo Pérez Bravo, las visitas del artista plástico León Ferrari y del músico Pipo Cipolatti -su lugar para entrevistas- son parte de las memorias del Bar de Cao. En Independencia al 2400, San Cristóbal. Fue declarado notable en 1998. Más info, acá.
3) Margot. En este edificio del 1900 hubo negocios siempre. En la década de 1920, una bombonería y en los años ’40, la Confitería Trianón, donde el matrimonio Torres creó el sándwich de pavita al escabeche que es su emblema hasta hoy (con tomate y lechuga en pan multicereal, bagel, árabe, casero, pebete o negro a elección, $118).
Con el Café llegaron los habitués: además del Grupo de artistas y pensadores de Boedo, el político socialista Alfredo Palacios y el boxeador Ringo Bonavena, entre otros. Entre los retratos y los carteles añejos, hay una biblioteca Maestro Miguel Ángel Caiafa, en la trastienda Maestro Carlos Caffarena. En Boedo 857, Boedo. Es notable desde 2007.
4) Flashes. Este es el espacio más joven de este GPS: tiene 33 años. Y fotos, fotos y cámaras. Es que se trata de un bar, el Palacio, con museo: el Fotográfico Simik. En mesas con tapas de vidrio, donde se expone la colección, sirven la picada “estilo campo”, con “variedad de fiambres y quesos seleccionados, chorizo seco y cerezas, entre otros ingredientes”, detalló su dueño, Alejandro Simik. Vale $ 500 y es generosa: se puede compartir entre tres. En Lacroze 3901, Chacarita.
El Museo Fotográfico Simik cuenta con alrededor de 2.500 objetos: desde daguerrotipos de 1840 hasta cámaras digitales pioneras. “Nació de casualidad”, explicó a Clarín Simik, ex bombero que se enamoró de la fotografía haciendo pericias. “La idea apareció tras la crisis de 2001, cuando las mesas del local estaban vacías. En mercados de pulgas, encontré 50 cámaras. Mi cuñado hizo las vitrinas. Y a la gente le empezó a gustar”, agregó. ¿Tesoros? “Los visores estereoscópicos”. O la prehistoria de las 3 D. “Son cajas que tienen dos fotogramas casi iguales. Los diferencian 2 o 3 mm de encuadre. Y cuando mirás dentro, se superponen y se genera el efecto de tres dimensiones. Se usaron desde mediados del siglo XIX”, recordó.
FUENTE: clarin.com