No importa por dónde se llegue al Parque Lezama, la sensación es la misma: que de pronto se borra la hipertensa Buenos Aires y uno entra en un territorio de amabilidad, belleza y alivio, en el que sólo pesa la historia.
Casi cinco siglos desde que empezó a formarse la ciudad: 485 años desde que Pedro de Mendoza y sus hombres pisaron estas costas; 125 años desde que Carlos Thays rediseñó la quinta de Gregorio Lezama. El tiempo acumulado, capa por capa, detalle por detalle, en este hermoso paseo público.
Cruzamos por Brasil y Defensa, esquina de dos cafés notables: El Hipopótamo, de 1909, y el Bar Británico, pulpería La Cosechera hasta 1928. Nos detenemos frente al monumento a Pedro de Mendoza, inaugurado en 1936, a cuatro siglos de la llegada del Primer Adelantado del Río de la Plata, fundador del Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre.
El conquistador español de bronce clava la espada en el suelo con firmeza; detrás, un querandí en bajorrelieve alza los brazos y mira hacia arriba, hacia alguien más alto, con gesto de sumisión.
Pero la realidad suele ser menos maniquea que las estatuas. En aquel 1536 los expedicionarios/invasores, cuyos nombres están inscriptos en este monumento, no sometieron con facilidad a los aborígenes que encontraron. Y De Mendoza, que había llegado enfermo de sífilis, murió en altamar, al año siguiente, intentando volver a España.
“Se supone que acá nació Buenos Aires, que Pedro de Mendoza fundó la ciudad en lo que hoy es el Parque Lezama –explica Soledad Saubidet, guía de turismo y estudiosa de la historia de la ciudad–. Digo ‘se supone’ porque hubo investigaciones arqueológicas en las que no se encontraron rastros de aquel primer asentamiento del siglo XVI. Pero todo indica que a este lugar llegaron los 14 navíos con 1.500 hombres. En el parque también hay un busto de Ulrico Schmidl, aventurero germano que viajó con aquella expedición y escribió las primeras crónicas del Río de la Plata.”
El busto a Schmidl está en Brasil y Paseo Colón, en la base de la barranca que hace cinco siglos lamía el río.
Los conquistadores desembarcaron con sus animales –unos cien caballos de Andalucía– y se encontraron con aborígenes seminómades que no formaban parte de una cultura avanzada como la incaica, la maya o la azteca, en una zona sin flora ni fauna suficientes como para alimentarse. Intentaron que los querandíes los abastecieran de peces y carne. Hubo un mutuo asombro inicial. Luego, violencia, padecimientos y muerte.
“Manuel Mujica Láinez escribió El hambre, un cuento terrible, basándose en una crónica de Schmidl”, nos recuerda Saubidet. Buscamos esa crónica: “Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; hasta los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido”, narra Schmidl.
Y cuenta que tres españoles se comieron a uno de los caballos andaluces y fueron ejecutados. Luego, amparados por una noche cerrada, sus compañeros se los comieron a ellos.
Quinta de los Ingleses
El Parque Lezama, de traza irregular, tiene 7,7 hectáreas, delimitadas por Defensa, Brasil, Av. Paseo Colón y Av. Martín García. Y más de 500 árboles (537, según un censo de 2015 del gobierno porteño). Y monumentos, esculturas, ornamentos de distintas épocas, en diversos estados de conservación. Y senderos que se bifurcan, con ciudadanos que parecen felices de estar ahí, en San Telmo, justo en el límite con La Boca y Barracas.
“Para mí es el parque más lindo de Buenos Aires, por donde se lo mire, no sólo por su peso histórico y cultural. También topográfico. Pensá que vivimos en una ciudad plana, una meseta, con pocos lugares con barrancas pronunciadas. Apenas las hay en Plaza San Martín, en Barrancas de Belgrano y en el Parque Lezama. El Lezama es el lugar que más me gusta para hacer visitas guiadas”, asegura Saubidet, a cargo del programa @descubriendo.buenosaires.
El parque tiene un único edificio, el del Museo Histórico Nacional, alguna vez caserón de una quinta aristocrática cuyos dueños fueron cambiando. Al museo se entra por Defensa: atesora más de 50.000 piezas valiosísimas y fue escenario de episodios insólitos como el robo del sable corvo de San Martín a manos de un grupo de jóvenes peronistas.
La operación comando ocurrió el 12 de agosto de 1963 y fue liderada por Osvaldo Agosto, en protesta por la proscripción del peronismo desde el golpe de Estado del 55. El sable, finalmente, fue recuperado intacto.
Pero vayamos en reversa hasta el siglo XVIII. En lo que hoy es el Lezama funcionó la Compañía de Filipinas, que traficaba esclavos traídos desde África. Entre 1708 y 1790 hubo además una gran barraca usada como depósito de mercaderías. Y en esta zona funcionaron el primer horno a ladrillos y el primer molino de viento de la etapa colonial sureña.
A comienzos del siglo XIX, durante las Invasiones Inglesas, los atacantes cruzaron el Riachuelo y, a través de la actual calle Defensa (que lleva ese nombre por aquella resistencia), llegaron hasta la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo).
La zona del Lezama estaba dividida en solares de familias de alcurnia. Manuel Gallego y Valcárcel, secretario del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena, era dueño de la barranca, en la que construyó una pequeña casa con mirador entre 1802 y 1808. En 1812, Daniel Mackinlay, comerciante de origen escocés, la compró en remate público, levantó una casona y reforestó el terreno.
Las familias de alta sociedad empezaron a pasar sus veranos en aquellas quintas del sur.
Pero no todo era idílico. En esa zona eran frecuentes los duelos. El 21 de noviembre de 1814, a orillas del Río de la Plata, en La Residencia (actual Parque Lezama), se batieron a duelo Luis Carrera y John McKenna, militares, y McKenna resultó muerto. Su padrino había sido Guillermo Brown, padre de la Armada Argentina, cuya quinta se extendía a partir de lo que hoy es Av. Martín García y era conocida como Casa Amarilla por el color de la residencia.
En 1847, la quinta de Mackinlay pasó a manos del comerciante Charles Ridgley Horne, quien anexó tierras e hizo construir la mansión de la calle Defensa. El lugar fue conocido como Cuesta de Horne o Quinta de los Ingleses, aunque su dueño fuera estadounidense. Estadounidense y rosista. De hecho, Rosas estuvo en varios agasajos que Horne le organizó en el actual museo.
En 1852, tras la batalla de Caseros y la debacle rosista, la situación de Horne se complicó. En 1853, la antigua casona fue escenario de batallas entre las fuerzas porteñas y las del Hilario Lagos, coronel federal que había sitiado la ciudad tomando varios barrios. Horne, del lado de los sitiadores, finalmente fue tomado prisionero y expulsado de Buenos Aires el 8 de agosto de 1853. Debió exiliarse en Montevideo. La casona fue expropiada.
La era Lezama
En 1857, la quinta fue comprada por José Gregorio de Lezama, hacendado salteño y miembro de la aristocracia endogámica. “La primera esposa de Lezama fue Carolina de Álzaga, hermana Martín de Álzaga, quien se casó con Felicitas Guerrero. Lezama y Carolina tuvieron un hijo y ella murió joven. Después él se casó con la hermana de Carolina, Ángela de Álzaga, que cuidó a su sobrino como si fuera el hijo. Pero él también murió muy joven”, explica Ellen Hendi, arquitecta y coordinadora del Complejo Histórico Santa Felicitas, a pocas cuadras del parque.
Lezama remodeló y amplió la mansión y contrató al paisajista belga Charles Vereecke para que convirtiera al terreno, de más de 76.000 metros cuadrados, en el parque privado más bello de la ciudad. El lugar –abundante en olmos, acacias, magnolias y tilos– se hizo famoso por su botánica ecléctica, exótica, que combinaba camelias con arrayanes.
Como buen hombre de alcurnia, Lezama fue filántropo. En 1858, durante la epidemia de cólera, y en 1871, durante la de fiebre amarilla, en su quinta se instaló un lazareto, para la atención de enfermos. La fiebre amarilla, cuyo origen era desconocido, mató a 49 internados, pero Lezama no abandonó la quinta.
Su mansión, actual Museo Histórico Nacional, suele ser definida como un edificio de estilo “italianizante”. Hendi la ve más bien mestiza: “En Buenos Aires no hay estilos de arquitectura puros y la palabra italianizante no existe –aclara–. Esta construcción tiene, además, bastante de arquitectura española. Lezama, de origen español, era salteño, donde había mucha arquitectura colonial ibérica. En el entorno laboral de la construcción sí había muchos italianos”.
Cambio de mano
Lezama murió el 23 de julio de 1889. En 1894, en homenaje al altruismo de su marido, Ángela de Álzaga, su viuda, le vendió la quinta y la mansión a la Municipalidad en una suma irrisoria, con la condición de que se transformara en un paseo y se llamara Lezama. Thays, arquitecto, paisajista y urbanista francés, se hizo cargo de la remodelación. En 1897 el Museo Histórico se mudó ahí.
“En sus comienzos, el Parque Lezama fue para una élite, porque la zona sur era aristocrática. Muchos eventos públicos se hacían ahí. Luego hubo un gran cambio social. Se suele repetir que la clase alta porteña emigró hacia zona norte por la epidemia de fiebre amarilla. Pero eso no fue inmediato, y hubo otro factor, la llegada de inmigrantes que trabajaban en fábricas cercanas, como Canale, de 1910. La zona se hizo popular y la aristocracia se mudó a Retiro, Recoleta y la zona norte entre fines del siglo XIX y comienzos del XX”, explica Saubidet.
El Lezama vivió una belle epoque –pública– desde principios del siglo XX. En el parque hubo un suntuoso restaurante, un lago artificial (en 1914 fue reemplazado por un anfiteatro), un rosedal (sobre Martín García), un teatro y hasta un tren lilliputense, para niños. Entre 1898 y 1901, sobre Brasil, se construyó la hermosa Iglesia Ortodoxa Rusa.
Recién en 1931 se quitó la reja que rodeaba al parque. En 1936, por el cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, se construyeron monumentos como el de Pedro de Mendoza. Uruguay donó el Monumento a la Confraternidad, instalado mucho después: había sido construido con materiales del desguace de un crucero y del fundido de monedas de 10 centavos que juntaron chicos de escuelas de Montevideo.
El parque en el arte
“Un sábado de mayo de 1953, dos años antes de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y encorvado caminaba por uno de los senderos del Parque Lezama. Se sentó en un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado a sus pensamientos”. Así comienza Sobre héroes y tumbas, novela que Ernesto Sabato escribió, en parte, en el Bar Británico. Sus trágicos protagonistas, Alejandra y Martín, se encuentran y desencuentran en el Lezama, un sitio que Sabato adoraba.
En 1969, Sara Facio hizo formidables fotos en blanco y negro del autor de El túnel en el parque: la melancolía del escritor y del paisaje parecen fundirse. En una foto, Sabato posa junto a la estatua de Ceres, que le fue obsequiada y que pasó a su casa de Santos Lugares.
A Borges también le fascinaba el Lezama, escenario de su amor -frustrado- por la escritora y traductora Estela Canto. Solían hacer largas caminatas por el sur: se sentaban en el anfiteatro, frente a la Iglesia Rusa, que a él le atraía mucho, sobre todo desde el día en que entró y escuchó una ceremonia fúnebre.
En Borges a contraluz, ella publicó las cartas de él. Una comienza así: “A pesar de dos noches y de un minucioso día sin verte (casi lloré al doblar ayer por el Parque Lezama), te escribo con alguna alegría. Querida Estela: hasta el día de hoy he engendrado fantasmas; unos, mis cuentos, quizás me han ayudado a vivir; otros, mis obsesiones, me han dado muerte”.
En otra, de febrero de 1945, se lee: “Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo.” Ese cuento fue El Aleph, una obra maestra (¿qué cuento de Borges no lo es?) dedicada a Estela Canto; pero el lugar “en donde están todos los lugares del mundo” no estuvo en la calle Brasil sino en un sótano de una casa ficcional de la calle Garay, muy cerca del Lezama.
El parque –o el protoparque– aparece en obras fundacionales de la narrativa nacional como El matadero, de Esteban Echeverría, y Amalia, de José Mármol. También en la poesía del siglo XX. Raúl González Tuñón, por ejemplo, escribió A la sombra del Parque Lezama (En el parque del sur anguloso y cordial/ que el humo de las fábricas añora desde lejos/ y cuyo territorio dos barrios se disputan;/ en el lugar que aman apasionadamente/ los gorriones, los pibes, las novias/ los poetas, las mariposas y los atorrantes).
María Elena Walsh cerró su notable Vals municipal, con la frase: “Y también es morirse de amor/ un otoño en el Parque Lezama”. En el otro extremo de la delicadeza, aunque no del ingenio, los hinchas rivales suelen cantarles a los de Boca: “Si querés dar la vuelta/ no te quedes con ganas/ Hay una calesita/ en el Parque Lezama”. Y de hecho la hay: comenzó a funcionar en 1960, la década en que el Parque estaba rodeado de bicicleterías y por las barrancas se lanzaban niños-bólido en carritos a rulemanes.
Medio siglo después, el Lezama es zona de cruces y contrastes, con una base bien popular, en la que se practican -y más en pandemia- todo tipo de actividades. Los fines de semana hay una feria artesanal y una saladita.
En resumen: las multitudes disfrutan a pleno entre obras de arte al alcance de la mano. Hay algunas enrejadas, como La Loba Capitolina, a la que en 2007 le robaron a Rómulo y Remo, en un acto vandálico nocturno, y que luego fue reparada.
Le preguntamos a Hendi sobre el dilema de qué hacer con las obras en medio de los paseantes. Dice: “No tengo una posición tajante, pero estoy en contra de las rejas en las plazas. Creo que el cuidado del propio lugar tiene que surgir de los ciudadanos. Si no hay una cultura al respecto, poner rejas no sirve, no frena al que se trepa y pinta una escultura. No defiendo la idea de prohibir a ultranza ni de permitir todo, sino de educar. Tiene sentido observar el arte, pero también un disfrute más cercano, incluso táctil. Hay que tener fe en la humanidad.”
FUENTE: Miguel Frías – www.clarin.com