Estamos en el ojo de este huracán universal que es la pandemia COVID-19. Se puede decir que nunca nadie vivió algo igual: toda la humanidad afectada simultáneamente, toda la información en tiempo real, y la mitad de nosotros en los cinco continentes sometidos al mismo tiempo a medidas de restricción de nuestras actividades.
El transporte tiene en esto un protagonismo especial. Fue el transporte internacional el que diseminó a enorme velocidad la pandemia por el mundo, y llegada la infección a un territorio es el transporte urbano masivo el que puede favorecer y exponenciar su contagio. Todo esto sucede en una época de explosión del comercio y del turismo internacionales, y por lo tanto, del transporte; y en la que más de la mitad de la población vive en ciudades, muchas de ellas megaciudades de más de diez millones de habitantes siempre en crecimiento y que basan su supervivencia en la calidad de complejos sistemas de transporte masivo.
Claramente, el futuro del mundo, el del transporte y el de las ciudades será diferente, no solo diferente del pasado sino también diferente de lo que esperábamos que fuese hace apenas cuatro meses.
Cuando hagamos las cuentas del impacto económico de este desastre, descubriremos que la congestión es un grave problema, pero que es el problema que todos quisiéramos volver a tener hasta tanto no tengamos forma de desacoplar la actividad económica de la necesidad de desplazarse.
En la Argentina las empresas de colectivos sienten el impacto brutal de la caída de los pasajeros transportados. Sin embargo esto no afecta de la misma manera a las empresas del Área Metropolitana que a las de otras grandes ciudades que reciben subsidios substancialmente menores. Seguramente en estos casos y los del Subte y los ferrocarriles metropolitanos, los subsidios tendrán que incrementarse, siempre a costa de un nuevo y brutal impacto sobre las cuentas fiscales.
En todo el mundo muchas empresas vinculadas al turismo y al transporte aéreo van a ir seguramente a la bancarrota, mientras que por el momento el transporte de cargas correrá la suerte de la economía, protegido de la caída catastrófica en los segmentos vinculados a la provisión de alimentos y otras necesidades básicas.
En el mediano plazo, cuando el confinamiento se vaya relajando porque como ya está sucediendo la tasa de crecimiento del número de contagiados vaya cayendo, el transporte masivo irá progresivamente cargándose de pasajeros, incrementando nuevamente el riesgo de contagio ante el inevitable mayor apiñamiento de gente en los vehículos.
En este horizonte de mediano plazo, triplicar o cuadruplicar la cantidad de trenes u ómnibus es imposible, por lo que esta amenaza solo se puede prevenir actuando agresiva e inteligentemente sobre la demanda.
Es necesario favorecer por todos los medios la continuidad del teletrabajo y los teletrámites en las actividades que lo consienten, pero además habrá que inducir a adoptar horarios diferenciados en las actividades que no pueden ejercitar las nuevas modalidades pero que deben ir volviendo a la normalidad.
Esta estrategia requiere de un sesudo análisis en el cual la información disponible de la SUBE, de las actividades de los pasajeros y de los datos de celulares puede jugar un papel importantísimo.
Tenemos también que preguntarnos si en este período transitorio no deberíamos favorecer los modos individuales, entre ellos no solo la bicicleta, sino también la moto y probablemente, abjurando de las convicciones de los especialistas, inclusive del automóvil particular, conservando por ejemplo la autorización a estacionar en muchos más lugares que en la vida normal y tal vez reduciendo los peajes en las autopistas urbanas.
Todo ello apuntando a reducir el tráfico sobre los modos masivos cuyo uso atenta contra el distanciamiento social que todavía deberemos conservar. También podría estimularse el empleo del taxi y de los servicios individuales a requerimiento (ride-hailing) como Uber, Cabify, etc., aunque tal vez adoptando alguna precaución adicional tipo Montevideo para separar físicamente al conductor del pasajero en el asiento trasero.
¿Habrá después un rebrote y tendremos que volver a nuestras casas? No parece que lo sepamos todavía. Aunque no lo podamos creer ahora, habrá también un largo plazo en el cual todo o casi todo habrá pasado, y algún Bocaccio contemporáneo habrá escrito su Decamerón (¿o Ekatomerón?), ahora en una laptop, con aire acondicionado e internet.
Nos encontraremos entonces en lo que se está conociendo como una “nueva normalidad”, en la que evaluaremos los daños e interpretaremos lo sucedido, y de la interpretación que hagamos dependerá el efecto permanente que tenga esta experiencia trágica. ¿Interpretaremos que hay que fabricar localmente todo, y especialmente barbijos y respiradores, para no depender de nadie en la próxima pandemia? ¿Estaremos convencidos que hay que dejar de viajar en avión, reducir el comercio y el contacto entre naciones y abrazarnos al paradigma de “vivir con lo nuestro”?
¿O asumiremos la pandemia como un nuevo “cisne negro” que tendremos que manejar como la humanidad ha manejado tantos, pero que en definitiva no altera las leyes fundamentales del comportamiento humano y la economía que garantizan que la cooperación y el comercio han sido siempre los únicos motores del crecimiento, la prosperidad, y por lo tanto en este caso, de la recuperación? Con un prudente pesimismo, tenemos que pensar muy especialmente en el futuro que nos espera cuando todo haya pasado.
FUENTE: Roberto Agosta – www.clarin.com